(Del maestro de coro. Sobre el arpa de Gat. Salmo de David) ¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra! Exaltaste tu majestad sobre los cielos. De la boca de los niños de pecho has sacado una alabanza contra tus adversarios, para reprimir al enemigo y al vengador. Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y la estrellas que has creado... ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él? ¿el ser humano para que lo visites? Lo hiciste poco inferior a un dios, y lo coronaste de gloria y esplendor. Lo hiciste reinar sobre la obra de tus manos, lo pusiste todo bajo sus pies: ovejas y bueyes, todos ellos, y hasta las fieras del campo; las aves del cielo y los peces del mar, que surcan las sendas de los mares.
¡Señor, nuestro Dios, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: La gloria del Nombre de Dios En este Salmo vemos cómo el nombre de Dios es una exaltación de su majestad sobre toda la creación. Este nombre no es un título ni un apelativo; es, siguiendo la cultura y la espiritualidad del pueblo de Israel, «la esencia que le define». Cuando Dios envía a Moisés para liberar al pueblo de Israel, le revela su nombre, «Yo Soy el que Soy» (Éx 3,14). Dios le dice a Moisés que «Él es por sí mismo» y por eso tiene poder para dar la vida. Moisés, apoyándose en este nombre que garantiza el cumplimiento de este mandato «imposible», emprende la misión de liberar al pueblo. Nos dice el presente Salmo que los niños de pecho llevan este nombre en su boca. Estos niños son los pequeños a los que se refiere Jesús: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11-25). Sólo los niños son capaces de desplazar su propia sabiduría para aceptar y acoger gozosamente la sabiduría de Dios. Y es tal la plenitud de vida que se plasma en el ser de estos niños, que proclaman este nombre de Dios como Alabanza y también como Victoria. Como Alabanza, porque su vida es para el mundo una manifestación de la gloria, poder y misericordia De Dios. Sí, su vida es un canto a la creación de Dios, cuyo punto culminante son ellos mismos, porque han vuelto a nacer y han nacido de Dios. Lo proclaman también como victoria; porque este nombre, santo e inmortal, les ha sido concedido por Dios en el combate de la fe. «Al vencedor le pondré de columna en el santuario de mi Dios, y no saldrá fuera ya más; y grabaré en él el nombre de mi Dios» (Ap 3,12). De este nombre, grabado como Palabra de vida eterna en el espíritu del creyente, nace el testimonio que provoca la fe, que no nace de gestos ni de ritos, sino de la luz que irradia este nombre, luz que es siempre resplandor en la oscuridad. Que un hombre, y más cuando se trata de «creer en lo que no se ve», ponga su vida al servicio de un testimonio, porque está implicado en y por el nombre de Dios, le hace sentir que ha vuelto a nacer. Es un hombre nuevo, con los sentidos de su alma desarrollados hasta el punto de que ahora sí que puede: «Ver, oír, tocar y experimentar a Dios» (1Jn 1,1). Los apóstoles, miedosos e increyentes ante el misterio de la Cruz, al ser enviados por Jesucristo como nuevos Moisés a proclamar el nombre, del cual Dios nos quiere hacer partícipes a toda la humanidad, no dudan en exponer y arriesgar su vida ante el Sanedrín. Saben que el testimonio que den del nombre es puerta abierta para que todo ser humano alcance la inmortalidad en Dios. Es tan grande esta misión, que la consideran superior a su propia vida. Los apóstoles de ayer, de hoy y de mañana proclaman este nombre porque ya participan de él: la palabra de Vida, creída y acogida en lo más profundo de su ser, es la garantía y el sello de su inmortalidad.