Escucha, oh Dios, la voz de mi lamento! Protege mi vida del terrible enemigo, escóndeme de la conspiración de los malvados y del motín de los malhechores.
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Texto Bíblico
¡Escucha, oh Dios, la voz de mi lamento! Protege mi vida del terrible enemigo, escóndeme de la conspiración de los malvados y del motín de los malhechores. Afilan sus lenguas como espadas, y disparan como flechas palabras venenosas, para herir a escondidas al inocente, para herirlo por sorpresa y sin riesgo. Se hacen fuertes con su proyecto maligno, calculan cómo esconder trampas, pensando: ,,¿Quién lo va a descubrir?». Inventan crímenes y ocultan sus invenciones, porque su mente y su corazón no tienen fondo. Pero Dios lanza contra ellos sus flechas y quedan heridos por sorpresa; su misma lengua los lleva a la ruina, y quienes les ven menean la cabeza. Entonces todo el mundo se atemoriza, proclama la obra de Dios, y medita sus acciones. El justo se alegra con el Señor, y se refugia en Él y se felicitan los rectos de corazón.
Reflexiones: Bajo el cuidado de Dios
El salmo pone en evidencia a aquellos hombres cuya fuerza está en la calumnia y que no tienen el menor reparo en utilizar la mentira a su antojo con el fin de lograr sus propósitos. No sólo practican la agresión contra cualquiera que se interpone en su camino, sino que, al mismo tiempo, manifiestan un descarado desprecio a Dios. Envalentonados por el buen resultado de sus actos perversos, encumbrados sobre sí mismos, es tal la necedad que se ha apoderado de ellos que llegan a autoconvencerse de que Dios pasa por alto su maldad; más aún, es que ni siquiera se enteran del mal que están haciendo a los demás. Así es todo hombre que hace alianza con el mal; llega un momento en que su corazón se agiganta tanto, está tan encumbrado por la ambición, que lo que Dios juzgue sobre él, le es totalmente indiferente.
Ahora bien, Dios, que hace justicia a todo hombre, cuida al que, sin devolver mal por mal, ha puesto su confianza en Él, provocando la alegría del justo, cobijándolo y concediéndole su auténtica gloria.
Jesucristo, a quien vemos prefigurado en este salmo, se somete a la injusticia del hombre; injusticia que le llevará hasta la muerte y muerte de cruz. La sumisión de Jesucristo al mal puede parecer a la luz de nuestra sabiduría hasta un acto de cobardía, de derrotismo, sobre todo, teniendo en cuenta que ni siquiera se defendió, que no esgrimió ningún derecho de inocencia. Isaías, que anuncia proféticamente, casi al detalle, el juicio y muerte del Mesías, compara su actitud con la de un cordero mudo y manso que es llevado al sacrificio: «Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca» (Is 53,7). ¿Por qué Jesucristo va hacia la muerte tal y como lo había profetizado Isaías? ¿Qué sentido tiene su «pasividad»? ¿Acaso estamos hablando de un hombre que se ha cansado de vivir? ¿Tan poco valor a la vida manifiesta Jesús para aceptar su muerte «impasiblemente»? ¿No será que los ojos de Jesús ven más allá de nuestros horizontes? ¿No nos está diciendo que su punto de atención en la vida viene del Padre, y que nadie, por muy poderoso que sea, puede arrebatarle lo que Dios le tiene preparado? Jesucristo no es ningún ser pasivo o indolente acerca de sus derechos. No quiere hacer él mismo justicia ya que sus derechos y su justicia están preservados por su Padre. Dios Padre le ha hecho justicia; y recordemos que lo que movió a los judíos a dar muerte a Jesús fue la terrible blasfemia de llamar a Dios su propio Padre, haciéndose igual a Él. La actitud sumisa de Jesucristo, no quiere decir en absoluto falta de sensibilidad por su parte. También él conoció en su alma el agotamiento, el grito y las lágrimas que suponen el rechazo circundante. Solo que sus gritos y sus lágrimas eran dirigidas a Aquel, el Único que podía escucharle y salvarle de la muerte, como así aconteció. Los apóstoles exhortaban a los cristianos para que ante los ataques y martirios fijasen exclusivamente sus ojos en aquel que les había abierto la puerta para encontrarse con la justicia salvadora de Dios. «Él –Jesús– que al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de Aquel que juzga con justicia» (1Pe 2,23). El que hizo justicia a Jesús, la hace también a sus discípulos: los apasionados por el Evangelio.