Oh Dios, escucha mi oración, no te desentiendas de mi súplica!i Hazme caso, respóndeme Porque me agitan ansiedades! Me estremezco ante la voz del enemigo, ante los gritos del malvado.
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Texto bíblicoOh Dios, escucha mi oración, no te desentiendas de mi súplica!i Hazme caso, respóndeme Porque me agitan ansiedades! Me estremezco ante la voz del enemigo, ante los gritos del malvado.
Descargan sobre mí calamidades y me atacan con rabia. Mi corazón se retuerce en mi interior y me sobrecogen terrores mortales; miedo y temblor me invaden, y me recorre un escalofrío. Entonces pienso: «¡Quién me diera alas de paloma para salir volando y posarme... ! Sí, huiría muy lejos y pasaría la noche en el desierto. Enseguida encontraría un refugio contra el viento de la calumnia, contra el huracán que devora, Señor, contra el torrente de sus lenguas». Veo en la ciudad violencia y discordia: día y noche hacen la ronda sobre sus murallas.En su interior hay crimen e injusticia. Dentro de ella, calamidades, y la opresión y el fraude nunca se apartan de su plaza. Si un enemigo me insultara podría soportarlo; si mi adversario se alzara contra mí, me escondería de él. Pero eres tú, un hombre de los míos, mi amigo, mi confidente, a quien me unía una dulce intimidad; juntos íbamos, en medio del bullicio, por la casa de Dios. ¡Caiga sobre ellos la muerte, bajen vivos a la tumba, pues la maldad anida entre ellos! Pero yo invoco a Dios, y el Señor me salva. Por la mañana, por la tarde y a mediodía me quejo gimiendo.y Dios escucha mi grito. En paz rescata mi vidad de la guerra que me hacen, porque son muchos contra mí. Dios me escucha y los humilla, él, que reina desde siempre. Porque no quieren enmendarse, ni temen a Dios. Levantan la mano contra sus mismos aliados, violando la alianza que sellaron. Su boca es más blanda que la manteca, pero la guerra está en su corazón. Sus palabras parecen suaves como el aceite, pero son espadas desenvainadas. Descarga tu peso sobre el Señor, y él cuidará de ti. Él nunca permitirá que el justo tropiece. ¡y tú, oh Dios, los harás bajar a ellos a la fosa profunda! ¡Esos hombres sanguinarios y traidores no llegarán a la mitad de sus días! ¡Pero yo confío en ti!
Reflexión: Dios en mi soledad Un fiel israelita acude a Dios, siendo objeto de la calumnia de la muchedumbre. En su desahogo, le dice que sus enemigos están utilizando la mentira para ensañarse con él: «¡Oh Dios, escucha mi oración, no te desentiendas de mi súplica! Me estremezco ante la voz del enemigo, ante los gritos del malvado. Descargan sobre mí calamidades y me atacan con rabia”. Siente que su vida está amenazada por pavores de muerte, desea poner fin a su drama huyendo lejos, si es necesario hasta el desierto: «¡Quién me diera alas de paloma para salir volando y posarme...! Sí, huiría muy lejos y pasaría la noche en el desierto». Su desvalimiento es tal que no tiene a nadie en quien pueda confiar, nadie en quien apoyarse. Incluso su amigo más íntimo y cercano es para él un extraño, y así lo constatamos en el reproche que le hace: «Si un enemigo me insultara podría soportarlo... Pero eres tú, un hombre de los míos, mi amigo, mi confidente, a quien me unía una dulce intimidad; juntos íbamos por la casa de Dios». Estamos ante uno de los aspectos fundamentales de la acción de Dios con un hombre, para que alcance el culmen de su madurez espiritual: su soledad con Dios. Vamos a detenernos en la figura de Ester, en tiempo de los judíos establecidos en Persia bajo el dominio del rey Asuero. El pueblo está en peligro de exterminio por las intrigas del visir Amán. Ester, esposa de Asuero, aun siendo reina, está bajo una ley que establece que, si se presenta ante el rey sin ser explícitamente requerida por él, es merecedora de la pena de muerte. Tiene que decidir, pues si no se presenta, su pueblo será exterminado. Así pues, aunque el rey no la ha llamado, decide ir a su encuentro para solicitar gracia para su pueblo. Antes de introducirse en su recinto, se dirige a Dios y le abre su espíritu con esta oración que el libro de Ester recoge en el capítulo cuarto, y del que entresacamos los siguientes textos: «Mi Señor y Dios nuestro, tú eres único, ven en mi socorro que estoy sola y no tengo socorro sino en ti, y mi vida está en peligro»... Sola, asume el peligro sabiendo que puede perder la vida. Sabe también que solo ella, puede salvar al pueblo. “Ahora hemos pecado en tu presencia y nos has entregado a nuestros enemigos porque hemos honrado a sus dioses. ¡Justo eres, Señor!». Nos enriquece mucho esta faceta de su oración. Ester confía en la misericordia de Dios, pues ni ella ni su pueblo tienen obras meritorias que le hayan agradado: «Líbranos con tus manos y acude en mi socorro, que estoy sola y a nadie tengo, sino a ti, Señor». Ester, da a entender a Dios que conoce no solamente su misericordia sino también el poder de sus manos. Las mismas manos que liberaron a Israel de Egipto, que les abrió el mar Rojo, que les alimentó en el desierto y les conquistó la tierra prometida. Ella insiste que está sola, que no tiene a nadie, pero confía en las Manos de Yahvé, Manos que vendrán en su auxilio. «Oh Dios, que dominas a todos, oye el clamor de los desesperados, líbranos del poder de los malvados y líbrame a mí de mi temor». Ester se sabe portavoz del clamor de los desesperados, participa de la desesperación de su pueblo, al que añade su propio temor de exponerse a la muerte estipulada por el edicto del rey. De ahí sus últimas palabras: «Líbrame a mí de mi temor». Yahvé oyó su súplica y apartó el peligro que se cernía sobre el pueblo. Ester, que enfrenta la muerte en la más absoluta soledad, sin otro refugio y apoyo que Dios, es figura del Mesías. Jesucristo enfrenta la muerte en la más espantosa y absoluta soledad y con el mismo temor y angustia que Ester, tal y como le vemos en la oración del huerto de los Olivos. Dios salvó a Ester y a todo el pueblo. El mismo Dios rescató del sepulcro a su Hijo Jesucristo y, en este rescate de su Hijo, hemos sido todos salvados. La dimensión liberadora y redentora del Hijo de Dios traspasó todos los límites geográficos y todos los puntos de la historia. En Él, todo hombre encuentra la salvación. Jesús asume la soledad de todas las soledades. Sabe que su apoyo es su Padre.