El malvado escucha en su corazón un oráculo del pecado: <¡No tengo miedo a Dios ni en su presencia!».
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Salmo 36(35).- Maldad del pecador y bondad de Dios
Texto Bíblico:
El malvado escucha en su corazón un oráculo del pecado: <'¡No tengo miedo a Dios ni en su presencia!». Se ve con ojos tan engañosos, que no descubre ni detesta su pecado. Las palabras de su boca son maldad y mentira, ha renunciado a la sensatez de hacer el bien. En su lecho planifica el crimen, se obstina en el mal camino y nunca rechaza la maldad. Señor, tu amor llega hasta el cielo, y tu fidelidad hasta las nubes. Tu justicia es como las montañas más altas, y tus juicios como el océano inmenso. Tú socorres a hombres y animales. ¡Qué precioso es tu amor, oh Dios! Los hombres se refugian a la sombra de tus alas. Se sacian de los manjares de tu casa, y tú los embriagas con el torrente de tus delicias. Porque en ti está la fuente de la vida y con tu luz vemos nosotros la luz. Mantén tu amor por los que te reconocen, y tu justicia para los rectos de corazón. Que no me pisotee el pie del soberbio, que no me eche fuera la mano del malvado. Han fracasado los malhechores, han caído y no se pueden levantar.
Reflexiones: ¡Quédate con nosotros!
Este salmo nos descubre el interior del hombre impío; es alguien que tiene en su corazón una palabra que conviene a sus intereses. Evidentemente, esta palabra interesada que tiene en el fondo de su ser, no es la palabra de Dios. Digamos que es la palabra aduladora y engañosa que Satanás pone en el corazón del hombre. Así lo vemos en el pecado original, cuando el tentador desplazó la palabra que Dios había puesto en Adán y Eva acerca de no tocar ni comer del fruto prohibido. Satanás susurró en el corazón de nuestros primeros padres la gran mentira: «Dios sabe muy bien que el día en que comiereis del árbol, se os abrirán los ojos y seréis como dioses...» A esta palabra acogida por Adán y Eva, el salmista le da un nombre: el pecado. Lo llama así porque provoca actitud de desobediencia a Dios: «El malvado escucha en su corazón un oráculo del pecado: ¡No tengo miedo a Dios ni en su presencia!». Sin embargo, Israel no está en disposición de obedecer a Dios. Tiene una querencia a hacer su voluntad. Su rebeldía, que es común a todos los pueblos con respecto a Dios, viene denunciada por Él mismo llamándoles «pueblos de dura cerviz», incapaces de obedecer, exactamente igual que Adán y Eva. En el salmo se nos anuncia otro dato del impío que nos sobrecoge. No sólo no guarda la palabra de Dios, sino que se contempla con autosatisfacción: «Se ve con ojos tan engañosos, que no descubre ni detesta su pecado». Uno de los signos que definen al Mesías es la curación de los ciegos; que son aquellos que no se ven pecadores, no encuentran nada dentro de ellos que tengan que detestar y rechazar. Su corazón está en paz... una paz engañadora y voluble. Jesús nos habla de un personaje de estas características cuando presenta al fariseo que fue a orar al Templo. Junto con él, aunque «a distancia», estaba un publicano. Y el fariseo rezó así: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias...» Así que este hombre se miró harto lisonjero y, evidentemente, no encontró dentro de él ninguna culpa que detestar por más que la culpa acababa de manifestarse por su boca: «No soy como los demás hombres... ni tampoco como este publicano». Este hombre «todo lo hace bien», pero es tan ciego que no se da cuenta de que está de espaldas a sus hermanos y, por supuesto, también está de espaldas a Dios, a quien cuenta «lo bien que hace sus prácticas y obligaciones religiosas». Tendremos que clamar, gritar y, forzar a Dios para que Él, se quede con nosotros, plante su sabiduría en el fondo de nuestro ser y habite en nuestro corazón. Esto es lo que hicieron los dos discípulos de Emaús cuando, apesadumbrados camino hacia su casa, oyeron del mismo Jesús las catequesis que hablaban del Mesías, que tenía que morir en la cruz y resucitar. Estas palabras no habían quedado en su corazón y por eso, desertaron de la cruz. Al oírlas de Jesús resucitado, aun sin reconocerle, algo se movió en su corazón tan fuerte que, al llegar a la casa, le cogieron del brazo forzándole y le dijeron: «¡Quédate con nosotros!, porque atardece y el día ha declinado»