1Cántico de las subidas. y ahora, bendecid al Señor, todos los siervos del Señor, que pasáis la noche en la casa del Señor. 2 ¡Levantad las manos hacia el santuario y bendecid al Señor! 3 Que el Señor te bendiga desde Sión, él que hizo el cielo y la tierra
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 134 Bendigamos a Dios
La espiritualidad del pueblo de Israel se nos manifiesta una vez más en este himno litúrgico, en el que se invita a los servidores del templo a elevar sus manos hacia Yavé y a proclamar su acción de gracias y bendiciones: «Y ahora, bendecid al Señor, todos los siervos del Señor, que pasáis la noche en la casa del Señor. ¡Levantad las manos hacia el santuario y bendecid al Señor!». Israel es el pueblo que conoce en su propia carne las maravillas de Yavé. Son maravillas que tejen toda su historia de salvación y que hacen brotar de su alma la necesidad de aclamar, alabar y bendecir a Dios, que les ha elegido y cuidado como un águila protege y defiende a su nidada de las aves rapaces. Son muchos los himnos y cánticos de bendición que surgen festivamente del pueblo ante las continuas intervenciones prodigiosas de Yavé en su favor. Nos centraremos en el paso del mar Rojo porque es punto de referencia obligado para penetrar en la conciencia que tiene Israel de ser pueblo amado de Yavé; además, este acontecimiento es central en su liturgia pascual. Yavé abre para su pueblo el mar Rojo a fin de que pudiese cruzarlo con paso firme. Una vez cruzado, el pueblo ve con sus propios ojos cómo el ejército perseguidor quedó sepultado bajo las aguas cuando intentó seguir los pasos de Israel cruzando el mar. El libro del Éxodo nos revela que, ante tan impresionante prodigio de Yavé, el pueblo, con Moisés a la cabeza, elevó su canto de bendición. Israel siente la necesidad de agradecer a Dios, de aclamarle, de bendecidle porque algo portentoso ha sucedido: Yavé se ha puesto a su lado y le ha preservado de la destrucción que se cernía sobre él, exterminando a sus destructores. Ante la evidencia de sentirse amado y defendido, su boca se aúna en una sola voz, un único clamor para bendecir a su liberador. Israel, pues, entona un canto de bendición cuyo texto no es otro que el que han visto escrito en el brazo salvador de Dios: «Viendo Israel la mano fuerte que Yavé había desplegado contra los egipcios, temió el pueblo a Yavé y creyeron en Él y Moisés, su siervo. Entonces Moisés y los israelitas cantaron este cántico a Yavé. Dijeron: Canto a Yavé pues se cubrió de gloria arrojando en el mar caballo y carro. Mi fortaleza y mi canción es Yavé. Él es mi salvación. Él, mi Dios, yo le glorifico...» (Éx 14,31- 15,1-2). Yavé bendice a su pueblo salvándolo del exterminio; y este, desde lo más profundo de su experiencia salvífica, le bendice a Él.
He aquí la fuente de toda bendición de los hombres hacia Dios; se le bendice por motivos concretos, por hechos reales de los que somos testigos. Es tanto lo que Dios ha hecho por Israel que le podemos llamar el pueblo de la bendición; y es que le sobran motivos para ello. Damos un salto desde la historia liberadora del pueblo elegido y nos acercamos a Zacarías, padre de Juan Bautista y sacerdote del Templo. Nos dicen los evangelios que, al nacer su hijo, el Espíritu Santo tomó posesión de él y su boca proclamó la bendición a Yavé porque vio en el Mesías, de quien su hijo había de ser precursor, la fuerza de salvación que Dios había prometido por medio de los profetas: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo y nos ha suscitado una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo» (Lc 1,68-69). Zacarías vio también que Dios enviaba a su Hijo para llevar a su cumplimiento definitivo la alianza que había hecho con Abrahán bajo juramento: «Haciendo misericordia a nuestros padres y recordando su santa alianza y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán» (Lc 1,72-73). El canto bendicional de Zacarías nos sirve de eje para unir todas las bendiciones con que Dios bendijo a su pueblo, las que nos han sido concedidas por medio de su Hijo, y en las que toda la humanidad ha sido bendecida. Al igual que Israel, también la Iglesia, y por motivos más profundos, bendice a Dios. Los cristianos bendecimos a Dios por habernos dado-entregado a su Hijo para conducirnos en un nuevo éxodo cuya meta es el mismo Dios. Las cartas de los apóstoles nos brindan toda una serie de himnos litúrgicos que testimonian el espíritu de bendición que animaba a las primeras comunidades cristianas. Entre los distintos cánticos de aclamación, alabanza y bendición que encontramos en estos textos, hacemos referencia al que Pablo nos transcribe en el primer capítulo de su Carta a los efesios. Inicia el apóstol su bendición a Dios Padre dándole gracias por todos los dones que nos ha otorgado en la persona de Jesucristo: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo... eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo... en él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los pecados según la riqueza de su gracia...» (Ef 1,3-7).