Texto Bíblico Es bueno dar gracias al Señor,y tocar para tu nombre, oh Altísimo; 3 proclamar por la mañana tu amor y de noche tu fidelidad, 4 con la lira de diez cuerdas, con la cítara, y las vibraciones del arpa, 5 porque tus acciones, Señor, son mi alegría,y mi júbilo las obras de tus manos. 6 ¡Qué grandes son tus obras, Señor, qué profundos tus proyectos! 7 El ignorante no los comprende, el necio no entiende nada de eso. s Aunque broten como hierba los malvados, y florezcan todos los malhechores, serán destruidos para siempre. 9 ¡En cambio tú, Señor, eres excelso por los siglos! 10 Mira cómo perecen tus enemigos, y se dispersan todos los malhechores. 11 Tú me das la fuerza de un toro y me unges con aceite nuevo. 12 Mis ojos ven a los que me vigilan, mis oídos escuchan a los malhechores. 13 El justo brota como una palmera, crece como un cedro del Líbano: 14 plantado en la casa del Señor, crece en los atrios de nuestro Dios. 15 Incluso en la vejez dará fruto, estará lozano y frondoso, 16 para proclamar que el Señor es recto, que en mi Roca no existe la injusticia
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
El fruto del justo
El Salterio nos ofrece el canto de bendición y alabanza de un fiel. Bendición y alabanza con el fin de ensalzar la concesión del amor y la lealtad de Dios para con él. Este hombre orante siente la necesidad de elevar su alma, llena de gratitud, hacia Dios: «Es bueno dar gracias al Señor, y tocar para tu nombre, oh Altísimo; proclamar por la mañana tu amor y de noche tu fidelidad». Son varias las razones que motivan e impulsan su corazón hacia Dios para cantar sus favores. Nos vamos a detener en una que nos parece la más relevante: Su vida que, aun en la ancianidad, dará fruto. Esto le hace proclamar que en Dios –su Roca– no existe la mentira ni la maldad. Dios ha convertido en bien todos los acontecimientos de su vida, tanto los buenos como los malos: «El justo brota como una palmera, crece como un cedro del Líbano: plantado en la casa del Señor, crece en los atrios de nuestro Dios. Incluso en la vejez dará fruto, estará lozano y frondoso, para proclamar que el Señor es recto, que en mi Roca no existe la injusticia». El profeta Jeremías llama bendito a aquel que, por fiarse de Dios, ha plantado su vida junto a Él como un árbol a la orilla de las corrientes de agua. Dará fruto siempre aun en tiempos de sequía: «Bendito sea aquel que se fía de Yavé, pues no defraudará Yavé su confianza. Es como árbol plantado a las orillas del agua, que a la orilla de la corriente echa sus raíces. No temerá cuando viene el calor, su follaje estará frondoso; en año de sequía no se inquieta ni se retrae de dar fruto» (Jer 17,7-8). Pero, ¿cómo puede un hombre plantar su vida junto a Dios si el concepto que la ley nos da de Él es el de un ser intransigente, que exige un perfeccionismo quimérico e inalcanzable? ¿Cómo puede el hombre, así marcado por la ley, dar fruto en tiempo de sequía, es decir, cuando está sometido por la tentación, las dudas, las pruebas, el desánimo? ¿Vale la pena acercarse en estas condiciones a Dios? ¿No es mejor establecer distancias? En realidad, no es necesario establecer distancias. La misma ley, al ser, como dice san Pablo, imposible de cumplir, ya levanta en el hombre el muro que le separa de Dios. El mismo Jeremías infunde un rayo de esperanza a nuestra humanidad traumatizada por su querer acercarse a Dios con sus sentimientos, y no poder hacerlo a causa de su debilidad e impotencia. Dios anuncia la Buena Noticia por medio del profeta. Del seno del pueblo hará surgir un soberano para restaurar a Israel. Dios mismo le acercará hacia Él ¡Dios mismo! Sí, tiene que ser el mismo Dios el que lo acerque, porque nadie se jugará nunca la vida por llegarse hasta Dios... en espíritu y en verdad. Oigámosle: «Será su soberano uno de ellos, su jefe de entre ellos saldrá, y le haré acercarse y él llegará hasta mí, porque ¿quién es el que se jugaría la vida por llegarse hasta mí? Oráculo de Yavé» (Jer 30,21). Es evidente el anuncio que Dios mismo hace del envío de su Hijo. El Señor Jesús se llegó al Padre hasta tal punto que no eran dos palabras sino una, dos voluntades sino una sola. Tanto se llegó el Hijo al Padre que escuchamos esta proclamación de sus labios: «El Padre y yo somos uno» (Jn10,30). Jesucristo, unido así al Padre que le ha enviado, esel árbol bueno que da fruto. Recordando lo que hemos dicho antes del profeta Jeremías, echó sus raíces junto a las corrientes de agua. Su vida, sus sentimientos, su espíritu, su corazón, su voluntad..., todo su ser, estaban enraizados en la Palabra que recibía del Padre; por eso es el árbol bueno que da buen fruto anunciado por el salmo y, como hemos visto, por Jeremías. El buen fruto es el Evangelio, Palabra vivificante, medicina que fructificó desde la cruz y que cura nuestra necedad e impotencia. Sabiduría que enseña al hombre a fiarse de Dios anulando el miedo de acercarse a Él. Fiarse de Dios es ver el Evangelio como don y como gracia, y no como exigencia. Fruto bueno porque al nacer del seno del Hijo de Dios perforado por una lanza, lleva consigo el poder de divinizar al hombre. Ya decía san Agustín que Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera ser hecho Dios. El Evangelio es el fruto bueno y perenne que contiene semillas que, a su vez, hacen florecer árboles buenos con frutos buenos. Esta promesa está anunciada por el Señor Jesús: «No hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto... El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno...» (Lc 6,43-45). A la luz de las palabras de Jesucristo, vemos que el fruto bueno nace del buen tesoro guardado en el corazón. Lo que no es otra cosa sino escuchar la Palabra, guardarla hasta empaparse de ella; lo cual sólo es posible cuando la Palabra se convierte en el Tesoro de los tesoros. «La palabra de Dios es más preciosa que el oro y más dulce que la miel... por eso tu servidor se instruye de ella, y guardarla es de gran provecho» (Sal 19,11-12).