Texto Bíblico 2 Señor, has favorecido a tu tierra, has restaurado a los cautivos de Jacob. 3 Has perdonado la culpa de tu pueblo, has sepultado todo su pecado. 4 Has reprimido totalmente tu cólera, has frenado el incendio de tu ira. 5 iRestáuranos, oh Dios, salvador nuestro, renuncia a tu rencor contra nosotros! 6 ¿Vas a estar airado con nosotros para siempre, prolongando tu ira de generación en generación? 7 ¿No vas a devolvernos la vida, para que tu pueblo se alegre contigo? 8 Muéstranos, Señor, tu amor, concédenos tu salvación. 9 Voy a escuchar lo que dice el Señor: «Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus fieles, y a los que se convierten de corazón». 10 La salvación está cerca de los que le temen, y la gloria habitará en nuestra tierra. 11 Amor y Fidelidad se encuentran, Justicia y Paz se abrazan. 12 La Fidelidad brotará de la tierra, y la Justicia se inclinará desde el cielo. 13 El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. 14 La Justicia caminará delante de él, la salvación seguirá sus pasos.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo) El Don de la justicia
Nos encontramos con un himno litúrgico que expresa la alegría del pueblo de Israel ante la perspectiva del ya próximo retorno a su tierra después de un largo y penoso destierro en Babilonia. En esta oración comunitaria se entrelazan la súplica y el gozo porque Dios no se ha desentendido de las promesas hechas a su pueblo: «Muéstranos, Señor, tu amor, concédenos tu salvación. Voy a escuchar lo que dice el Señor: “Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus fieles, y a los que se convierten de corazón». Los ojos, los sentimientos, los amores de esta enorme comunidad que está a punto de terminar su exilio, están volcados en Jerusalén, llamada Ciudad de Dios, y, sobre todo, en el Templo. Tienen la certeza de que, una vez reconstruido, volverá a ser morada de la gloria de Dios, gloria que habrá de extenderse por todo el país: «La salvación está cerca de los que le temen, y la gloria habitará en nuestra tierra». Como siempre, Dios cumple las expectativas de su pueblo y, como siempre, su cumplimiento va mucho más allá de lo que el pueblo podía pedir o desear. Efectivamente, Dios, con su gloria, puso su tienda no solamente en el Templo o en los límites geográficos del pueblo. Su gloria abarcará toda la creación. Así lo expresa san Juan: « se hizo carne, y puso su morada entre nosotros y hemos contemplado su gloria». Fijémonos que el evangelista dice que puso su morada entre nosotros, abarcando en este «nosotros» a toda la humanidad. El apóstol Pablo puntualiza con fuerza la universalidad de esta Presencia salvífica de Dios que alcanza a todos los hombres: «Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su creador, donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos» (Col 3,9-11). Recordemos que toda la gloria de Dios está contenida en la Palabra (Evangelio). La gloria de Dios es infinita, la Palabra también lo es : «En el principio existía y estaba con Dios, y era Dios» (Jn 1,1). El salmo manifiesta con especial riqueza expresiva, los dones que aparecerán en la tierra una vez que Dios descienda con su gloria, es decir, una vez que se encarne: «Amor y verdad se han dado cita, justicia y paz se abrazan; la verdad brotará de la tierra y de los cielos asomará la justicia. El mismo Yavé dará la dicha... la justicia marchará delante de él, y con sus pasos trazará un camino». Detengámonos un poco en este último versículo: «La justicia marchará delante de Él...». Esta justicia no es sino el propio Hijo de Dios que abre un camino para que todos podamos dirigir nuestros pasos hacia Dios. Es, como tantas veces dice san Pablo, el mismo Señor Jesús el que nos justifica delante del Padre. Ya el profeta Jeremías, inspirado por el Espíritu Santo, había anunciado una promesa insólita: Dado que la condición del hombre es ser pecador, por lo que nunca podrá justificarse ante Dios, Él mismo habrá de ser nuestra justicia, nuestro justificador: «Mirad que vienen días –oráculo de Yavé– en que suscitaré a David un germen justo... y este es el nombre con que le llamarán: Yavé nuestra justicia» (Jer 23,5-6). Dios envía a su germen, es decir, a su Hijo, como nuestro justificador. Los profetas insisten en esta condición nuestra de pecadores que hace que nuestras obras, aún las aparentemente buenas, no serán agradables a Dios. Una cosa es la apariencia de las obras, otra la carga de amor propio o de lucimiento personal, aunque sea encubierto, que éstas llevan consigo. Dejemos hablar a Isaías: «Somos como impuros todos nosotros, como paño inmundo todas nuestras obras justas. Caímos como la hoja todos nosotros, y nuestras culpas como el viento nos llevaron...» (Is 64,5). Sabemos que el Señor Jesús denuncia frecuentemente tales obras, justas en apariencia, pero que nacen de un sepulcro blanqueado. Pues bien, insistimos en que Dios, visto el desvalimiento y debilidad del hombre, su incapacidad de superar su amor propio a la hora de hacer «el bien», envía a su propio Hijo. Él es nuestra justicia. Escuchemos al apóstol Pablo: «El que se gloríe, gloríese en el Señor. Que no es hombre de probada virtud el que a sí mismo se recomienda, sino aquel a quien recomienda el Señor» (2Cor 10,17-18). El Señor Jesús, con su muerte, nos hizo la justicia de Dios. Justicia que consiste en que desenmascaró al príncipe de la mentira y levantó al hombre hacia y hasta su divinización. Los santos Padres de la Iglesia, insistirán una y otra vez, apoyándose en el Evangelio, en que el hombre queda divinizado cuando acoge la Palabra y ésta tiene su crecimiento en su espíritu.