Salmo 83 (82) 1 Salmo. Cántico. De Asaf 2 ¡Oh Dios, no te calles, no te quedes mudo e inmóvil, oh Dios! 3 Mira que tus enemigos se agitan, y los que te odian levantan la cabeza. 4 Traman planes contra tu pueblo, conspiran contra tus protegidos: 5 «¡Venid, vamos a borrarlo de en medio de las naciones, y nunca más se recordará el nombre de Israel!». 6 Todos se ponen de acuerdo para conspirar, y se alían contra ti: 7 los beduinos edomitas y los ismaelitas, moabitas y agarenos, 8 Gebal, Amón y Amalee, los filisteos juntos con los habitantes de Tiro; 9 también los asirios se aliaron con ellos, prestando refuerzos a los hijos de Lot. 10 Trátalos como a Madián y a Sísara, como a Yabín en el torrente Quisón. 11 Fueron aniquilados en Endor, se convirtieron en estiércol para la tierra. 12 Trata a sus príncipes como a Oreb y Zeb, a todos sus jefes como a Zebá y Salmaná. 13 Estos decían: <<iVamos a adueñamos de los territorios de Dios!». 14 Dios mío, trátalos como a hojas en remolino, como a paja ante el viento; 15 como el fuego que devora los bosques, y la llama que abrasa las montañas. 16 Persíguelos con tu tempestad, atérralos con tu huracán. 17 iCúbreles el rostro de infamias, para que busquen tu nombre, Señor! 18 Sean avergonzados y confundidos para siempre, queden arruinados y llenos de confusión. 19 ¡Así sabrán que sólo tú eres el Señor, el Altísimo sobre toda la tierra!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Señor, danos tu Nombre
Para entender este salmo, necesitamos saber lo que significa el término «nombre» en la Sagrada Escritura. El nombre no es algo así como un dato más o menos convencional para señalar o identificar a una persona. En la Sagrada Escritura, el nombre señala mucho más que la identidad de alguien; revela su esencia profunda. Por ejemplo, Dios se aparece a Moisés y le da a conocer su nombre: Yavé, que quiere decir «Yo Soy el que Soy». Es decir, existo por mí mismo, no dependo de nada ni de nadie para existir. El presente salmo es una invocación del pueblo a Yavé pidiendo que actúe en su favor, pues sus enemigos se han conjurado para borrar su nombre de la faz de la tierra. El nombre de Israel significa «fuerte con Dios». Borrar al pueblo su nombre, significa hacerle desaparecer en sí mismo. De ahí la súplica angustiosa que el salmista hace en nombre de la comunidad: «¡Oh Dios, no te calles, no te quedes mudo e inmóvil, oh Dios! Mira que tus enemigos se agitan, y los que te odian levantan la cabeza. Traman planes contra tu pueblo, conspiran contra tus protegidos: “¡Venid, vamos a borrarlo de en medio de las naciones, y nunca más se recordará el nombre de Israel!». Dando un salto hasta la encarnación del Mesías, vemos cómo es ahora el pueblo el que se conjura y conspira para eliminarle porque se apropia del nombre de Dios. Es un blasfemo por hacerse igual a Yavé. Recordemos aquella ocasión en que Jesús dice a los judíos que Abrahán se alegró porque vio su día a lo lejos, vio su manifestación. Los judíos le dijeron cómo podía haber visto a Abrahán si no tenía ni cincuenta años A lo que Jesús respondió: «Antes de que Abrahán existiera, Yo Soy». Los oyentes cogieron entonces piedras para lapidarle, pues este era el castigo que infligía a los blasfemos (Jn, 8,57-59). Asimismo, cuando Jesús afirma «el Padre y yo somos uno», es decir, tenemos el mismo nombre –«Yo Soy»–, los judíos vuelven a coger piedras para apedrearle, diciéndole: «No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios» (Jn 10,30-33). Por fin, la conspiración contra Jesús tiene éxito, consiguen arrastrarle al Calvario. Muerto Jesús, matan la pretensión de su nombre. Le eliminaron, le bajaron al sepulcro, creyeron haberse quitado de encima esa peste de hombre, ese blasfemo empedernido; Jesús murió pero su nombre no. Por eso resucitó. Además, Jesús ya había anunciado que, justamente, cuando fuese elevado a la cruz, sería cuando su Padre haría resplandecer e irradiar su nombre: «Dijo Jesús: Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy» (Jn 8,28). El apóstol Pablo nos dice que confesar, testimoniar, que Jesús es Señor conduce a la salvación: «Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 9,9). Señor, Adonai, es uno de los nombres que los judíos emplean para invocar a Yavé. Volvemos al salmo y vemos que el autor pide a Yavé que humille y abata a los enemigos del pueblo. Sin embargo, esta petición de venganza contiene una novedad de salvación. Se pide la humillación y derrota de los enemigos, mas no para aniquilarlos sino para que busquen su nombre: «Persíguelos con tu tempestad, atérralos con tu huracán. Cubre el rostro de infamias, para que busquen tu nombre, Señor». El discípulo de Jesucristo es perseguido por creer y confesar su nombre: el Señor. En la Sagrada Escritura, creer en alguien significa apoyarse en él, adherirse íntegramente a su persona. Creer en el Señor Jesús es, pues, identificarse totalmente con Él. Lo que realmente atestigua nuestra adhesión a Jesucristo es nuestra adhesión a sus palabras. El mismo Jesús dice a los discípulos que serán perseguidos y odiados a causa de su Nombre, en el cual creen: «Acordaos de la palabra que os he dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi Palabra, también guardarán la vuestra. Pero todo esto os lo harán por causa de mi nombre...» (Jn 15,20-21). Así pues, los discípulos del Señor Jesús llevan el sello de su mismo rechazo. Los judíos crucificaron al Hijo de Dios queriendo así borrar su nombre. A cambio, como sabemos, Dios, su Padre, le dio el nombre sobre todo nombre (Flp 2,9-11). De la misma forma, el discípulo, al salir vencedor en la prueba, recibe de Dios un nombre nuevo: eterno como el de Jesús: «Al vencedor le daré maná escondido y le daré también una piedrecita blanca, y grabado en la piedrecita, un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe» (Ap 2,17). Y también podemos fijar con gozo nuestros ojos en este texto que encierra la promesa más grande que Dios ha hecho a los hombres: «Al vencedor le pondré de columna en el Santuario de mi Dios, y no saldrá fuera ya más; y grabaré en él el nombre de mi Dios...» (Ap 3,12).