1 Dios se levanta en la asamblea divina, en medio de los dioses, juzga: 2 «¿Hasta cuándo juzgaréis injustamente, defendiendo la causa de los malvados? 3 Proteged al débil y al huérfano, haced justicia al pobre y al necesitado, 4 liberad al humilde y al indigente, arrancadlos de la mano de los injustos». 5 Ellos no saben, no entienden, deambulan en las tinieblas: los cimientos de la tierra vacilan. 6 Yo declaro: «Aunque seáis dioses, e hijos del Altísimo todos, 7 moriréis como cualquier hombre. caeréis, príncipes, como cualquier otro». 8 ¡Levántate, oh Dios, y juzga la tierra, porque todas las naciones te pertenecen!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
El juicio de Dios
Este salmo es una imprecación hacia aquellos que tienen la misión de impartir justicia entre los hombres. En la espiritualidad del pueblo de Israel, como ya vimos anteriormente, los jueces eran considerados algo así como dioses, precisamente porque representaban a Yavé en lo que constituye uno de sus atributos: hacer justicia. El salmista arremete contra estos hombres que han sido investidos con una misión divina, porque ejercen su cargo con impiedad, favoreciendo a los impíos y marginando a los débiles: «¿Hasta cuándo juzgaréis injustamente, defendiendo la causa de los malvados? Proteged al débil y al huérfano, haced justicia al pobre y al necesitado, liberad al humilde y al indigente, arrancadlos de la mano de los injustos».
El salmo no es sino un preanuncio de la gran injusticia que se va a llevar a cabo condenando inicuamente al débil entre los débiles, al inocente entre los inocentes: Jesucristo. Hay todo un entramado, toda una alianza de los poderes del mal para que este juicio perverso, con su posterior veredicto condenatorio, llegue a su término. La primera comunidad cristiana, con los apóstoles al frente, tiene conciencia de esta alianza del mal contra el Hijo de Dios. Lo constatamos en la oración que elevan a Dios cuando Pedro y Juan salieron del Sanedrín, a donde habían sido conducidos por el delito de haber anunciado que Jesucristo era el verdadero Mesías predicho por los profetas.
Se han presentado los reyes de la tierra, y los magistrados se han aliado contra el Señor y contra su Ungido. Porque, verdaderamente, en esta ciudad se han aliado Herodes y Poncio Pilato con las naciones y los pueblos de Israel contra tu santo siervo Jesús...» (He 4,25-27). El cumplimiento del presente salmo llega a límites insospechados cuando vemos que no es sólo una alianza entre el Sanedrín, Pilato –gobernador romano de Judea– y Herodes –tetrarca de Galilea–. Asistimos asombrados al hecho de que también el pueblo se alía con los poderes. Efectivamente, el pueblo es exhortado a dar su parecer, su veredicto acerca de Jesús. Todos a una son invitados por Poncio Pilato a hacer de jurado con capacidad de condenar o salvar a Jesús: «Cada fiesta les concedía la libertad de absolver un preso, el que pidieran. Había uno, llamado Barrabás, que estaba encarcelado con aquellos sediciosos que en el motín habían cometido un asesinato. Subió la gente y se puso a pedir lo que les solía conceder. Pilato les contestó: ¿queréis que os suelte al rey de los judíos?... Pero los sumos sacerdotes incitaron a la gente a que dijeran que les soltase más bien a Barrabás» (Mc 15,6-11).
También el pueblo, inducido por los sumos sacerdotes, dio cumplimiento a la profecía del salmo; hizo acepción del impío, Barrabás, en detrimento del Mesías. Aún así, Pilato insiste ante la muchedumbre, pues no da crédito a su veredicto. La respuesta no pudo ser más unánime: «Pero Pilato les decía otra vez: ¿Y qué voy a hacer con el que llamáis el rey de los judíos? La gente volvió a gritar:¡crucifícale!» (Mc 15,12-13).
Volvemos al salmo y nos fijamos en su desenlace. Dado que la justicia a los débiles hace aguas por todas partes, –lo acabamos de ver en el juicio condenatorio de Jesucristo–, se pide a Dios que se levante sobre la tierra y que sea Él el juez: «¡Levántate, oh Dios, y juzga la tierra, porque todas las naciones te pertenecen!».
Efectivamente, Dios se levantó sobre la tierra y, desde la cátedra del Calvario, emitió su juicio, tal y como hemos visto que lo pedía el salmista; pero, evidentemente, no fue el tipo de juicio que entrevemos en su mente. Desde lo alto de la cruz, Jesús emitió su juicio con un grito: «¡Padre, perdónales porque no saben lo que hacen!». Este es, ha sido y será siempre el juicio de Dios. Sin duda, sorprendente. El mal, con todo su poder, se ceba sobre su Hijo que lo asume libre y voluntariamente. Y el pueblo, los sumos sacerdotes, Pilato, Herodes..., todos, absolutamente todos nosotros quedamos exculpados; ese es nuestro Dios. «Jesús es entregado por nuestros pecados, y resucitado –el mal no pudo con Él– por nuestra justificación» (Rom 4,25).
Esta es una experiencia personal del apóstol Pablo, que él mismo hace universal en sus catequesis, como en la que da a los cristianos de Roma. Pablo siente que Dios ha entregado a su Hijo para liberarle de su carga, de su pecado, de todo el arrastre que supone la existencia de una vida sin sentido; experiencia que nos transmite con palabras de una belleza inenarrable: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20). Es cierto que la entrega de Jesucristo es universal, pero estamos llamados a hacer la experiencia personal de Pablo cuando dice: «Me amó y se entregó por mí».