Salmo. De Asaf Oh Dios, las naciones han invadido tu heredad, han profanado tu templo santo, han reducido Jerusalén a ruinas. 2 Han dado los cadáveres de tus siervos como alimento a las aves del cielo, y la carne de tus fieles a las fieras de la tierra 3 Derramaron su sangre como agua en torno a Jerusalén, y nadie la enterraba. 4 Nos convertimos en escarnio de nuestros vecinos, en diversión y burla de los que nos rodean. 5 ¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar airado hasta el fin? ¿Arderán como fuego tus celos? 6 Derrama tu furor sobre las naciones que no te reconocen, sobre los reinos que no invocan tu nombre. 7 Han devorado a Jacob y han devastado su morada. 8 No recuerdes contra nosotros las faltas de nuestros antepasados. Que tu compasión venga enseguida a nosotros, pues estamos totalmente debilitados. 9 Ayúdanos, oh Dios, Salvador nuestro, por el honor de tu nombre! ¡Líbranos y perdona nuestros pecados, a causa de tu nombre! 10 ¿Por qué han de decir las naciones: «Dónde está su Dios»? Que ante nuestros ojos reconozcan las naciones la venganza de la sangre de tus siervos derramada. 11 ¡Llegue a tu presencia el gemido del cautivo: con tu brazo poderoso salva a los condenados a muerte, 12 y a nuestros vecinos devuélveles siete veces la afrenta con que te afrentaron, Señor! 13 Mientras, nosotros, tu pueblo, ovejas de tu rebaño, te damos gracias por siempre, y de generación en generación, proclamaremos tu alabanza.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo) Quiero hospedarme en tu casa Una vez más, Israel clama a Dios con una oración profusamente revestida de tintes dramáticos. La ruina y el saqueo de la ciudad santa de Jerusalén es el cuerpo de esta súplica-lamento del salmo: «Oh Dios, las naciones han invadido tu heredad, han profanado tu templo santo, han reducido Jerusalén a ruinas. Han dado los cadáveres de tus siervos como alimento a las aves del cielo...». El pueblo es consciente de que la desolación, de la que tan orgullosamente llamaban «la heredad de Yavé», ha acontecido a causa de los pecados tanto de sus antepasados: «No recuerdes contra nosotros las faltas de nuestros antepasados... pues estamos totalmente debilitados», como de los propios. Por eso, porque sus pecados pesan como una losa de la que no se pueden liberar, apelan al Dios misericordioso con una invocación llena de esperanza. Claman por la ayuda de Dios frente a su pecado, pues saben que este es la raíz de todos sus males. Acuden a Yavé para que sea Él mismo quien quite los pecados del pueblo: «¡Socórrenos, oh Dios, Salvador nuestro, por el honor de tu nombre! ¡Líbranos!, y `perdona nuestros pecados...». ¿Cómo responde Dios? ¿Se puede quedar sordo ante esta súplica? ¿Da la espalda a su pueblo porque le ha sido infiel? ¡Ese Dios no existe! Dios, a quien no se le escapa ningún grito de dolor, responde a la oración de su pueblo enviando a su Hijo como salvador. Jesucristo es enviado para quitar el pecado no ya solo del pueblo, sino del mundo, de toda la humanidad. Lo va a cargar sobre sus espaldas y a clavar en la cruz juntamente con su cuerpo. Jesucristo, al quitar el pecado del mundo, anula todas nuestras deudas con Dios; no hay nada que pagar por ellas. La sangre del Cordero inocente es precio de rescate más que suficiente para cancelar todas las cuentas pendientes de toda la humanidad para con Dios. El apóstol Pablo nos lo expresa en estos términos: «Jesucristo canceló la nota de cargo que había contra nosotros, la de las prescripciones con sus cláusulas desfavorables, y la suprimió clavándola en la cruz» (Col 2,14). Una preocupación central del Antiguo Testamento es que nadie está lo suficientemente purificado para habitar, hospedarse con Dios. Veamos, por ejemplo, el Salmo 15: «¿Quién puede, Señor, hospedarse en tu tienda? El que obra con integridad y practica la justicia, el que no hace mal a su prójimo y no difama a su vecino...». Lo dicho, absolutamente nadie. El Señor Jesús da la vuelta a esta preocupación del salmista de cómo se puede llegar a habitar con Dios. Va a ser Él quien habite en nosotros: « se hizo carne y habitó entre nosotros». Este habitar con nosotros se personaliza en cada hombre-mujer que le acoge; seres humanos que tienen un nombre concreto como, por ejemplo, Zaqueo. Todos sabemos quién es Zaqueo; un jefe de publicanos, es decir, un pecador-extorsionador público y notorio. Pero, sabiendo que Jesús va a pasar por Jericó, hace lo posible y lo imposible por verle, hasta subirse a un árbol a pesar del ridículo que este gesto le acarrea. Ridículo mucho más fuerte teniendo en cuenta su categoría social en la ciudad. Al pasar Jesús a su lado, levantó la mirada y le dijo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me hospede yo en tu casa» (Lc 19,5). Conviene para ti, para que mi encarnación, mi habitar entre vosotros, no sea un acontecimiento de salvación inútil: no te beneficies de él. Zaqueo bajó del árbol como pueden bajar los niños saltarines. Efectivamente, algo empezaba a nacer en este hombre. Nos imaginamos que se agarró al brazo de Jesús, le dirigió por las calles tortuosas de la ciudad y le dijo: Esta es mi casa, entremos juntos. El Señor Jesús, con el poder recibido del Padre, poder para quitar el pecado del mundo, dijo a este buen hombre que tanto había buscado la verdad sin saberlo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa... pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,9). Ojalá, ante los momentos de luz que Dios, en su misericordia, arroja sobre nuestra vida, podamos asimilar la personalidad de Zaqueo. El buscador que consiguió romper la terrible coraza de sus dineros, preocupaciones y compromisos sociales, para encontrarse con la vida que nada ni nadie le había dado, la que solamente Dios puede dar. Para dárnosla envió a su Hijo al mundo. Busquemos con ansia a Dios desde nuestro árbol de la cruz, desde el que se cruzan su mirada y la nuestra; y así podamos, sin miedo, acoger y hospedar el santo Evangelio en el que vive el Señor Jesús.