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Salmo 7.- Oración del justo perseguido (Lamentación de David. La que cantó al Señor a propósito de Cus, el benjaminita).
Señor, Dios mío, me acojo en ti. ¡Líbrame de mis perseguidores ¡Sálvame! ¡que no me atrapen como un león, y me desgarren, sin que haya quién me libre. Señor, Dios mío, si he hecho algo... si he cometido injusticia, si he devuelto a un amigo mal por bien, si he liberado sin razón al que me oprimía, que el enemigo me persiga y me alcance, que me pisotee vivo por tierra apretando mi vientre contra el polvo. ¡Levántate, Señor, con tu ira! ¡Alzate contra el abuso de mis opresores! ¡Despierta Dios mío! ¡Convoca un juicio! que te rodee la asamblea de las naciones; pon tu asiento en lo más alto de ella. El Señor es el Juez de los pueblos-.: júzgame, Señor, según justicia , conforme a la inocencia que hay en mí. Pon fin a la maldad de los injustos y apoya tú al inocente, pues Tú sondeas el corazón y las entrañas, Tú, el Dios justo. Dios es quien me protege, él, quien salva a los rectos de corazón. Dios es un Juez justo. Dios amenaza cada día, puede irritarse en cualquier momento. Si no se convierten, afila su espada, tensa el arco y apunta; prepara sus armas mortíferas, apunta sus flechas incendiarias. Mirad: El injusto ha concebido el crimen, está preñado de ambicion y da a luz el engaño. Cava y ahonda una fosa, y acaba cayendo en el hoyo que ha excavado. Su maldad se vuelve contra él. Recae su violencia sobre su cabeza. Yo Daré gracias al Señor por su justicia, cantaré el nombre del Señor Altísimo.
REFLEXIONES DEL SALMO 7 (Por el padre Antonio Pavía, de su libro en el Espíritu de los Salmos con la autorización de la Editorial San Pablo)
Dios, protector del justo
En este Salmo se nos presenta a un hombre justo, fiel a Dios, que es objeto de infamia y persecución por parte de sus enemigos, quizá porque su amor a la verdad en su relación con Dios es molesta a los «fieles» de su entorno. Vista su inferioridad en esta confrontación tan desigual, decide cobijarse en Dios gritando: «Dios mío, me acojo a ti. Líbrame de mis perseguidores…». ¿A quién podemos ver en este hombre sino a Jesucristo, el único que puede presentar su inocencia ante Dios? Él, limpio de pecado, se sometió a toda injusticia humana, y por eso puede presentarse ante el Padre, sabiendo que es acogido por Él. Jesucristo puede acudir al Padre con esta confianza y, como en el Salmo, puede dirigirse a Él así: «SI he cometido injusticia». Es decir, no tiene sus manos manchadas de sangre porque no ofendió ni de palabra ni de obra absolutamente a nadie. Sus manos están limpias de iras y rencores. ¿Podemos nosotros decir lo mismo acerca de nuestras manos? La Buena Noticia del Evangelio es que, si éramos incapaces de poder presentar a Dios unas manos sin divisiones ni rencores, hemos sido lavados por Aquel que, con su sangre, nos ha santificado para Dios. Lo que no era posible en la antigua ley, Dios lo ha hecho posible a partir de Jesucristo en los hombres que creen en Él. Y es en y por medio del Evangelio como el hombre es consagrado a Dios porque se encuentra con la Verdad. El Evangelio no es, pues, un libro de estudio, sino que es la misma Palabra viva de Dios que es salvación, justificación, santificación, consagración… El Evangelio termina de moldearnos, de «ajustar» nuestra imagen y semejanza de Dios hasta que encajamos totalmente en Él. El hombre, rescatado por Jesucristo con su muerte, y hecho efectivo el rescate por medio de la Palabra acogida, puede, ahora sí, unir su voz a la de Jesucristo y continuar la plegaria del Salmo: «Júzgame, Señor, según mi justicia, conforme a la inocencia que hay en mí. Pon fin a la maldad de los injustos y apoya tú al inocente, pues tú sondeas el corazón y las entrañas, tú, el Dios justo. Dios es quien me protege, él quien salva a los rectos de corazón…».