¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos planean un fracaso?
Se rebelan los reyes de la tierra, y, unidos, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías: "Rompamos sus cadenas, sacudamos de su yugo". El que habita en el cielo sonríe; el Señor se burla de ellos. Luego les habla enfurecido, los confunde con su cólera: "Yo ya he entronizado a mi Rey en Sión, mi monte santo". ¡Voy a proclamar el decreto del Señor!
Él me ha dicho: "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pídemelo, y te daré en herencia las naciones, en propiedad, los confines de la tierra. Los gobernarás con cetro de hierro, los quebrarás como vasos de alfarero".
¡Y ahora, reyes, sed sensatos! dejaos corregir, jueces de la tierra. Servid al Señor con temor, rendidle homenaje temblando, para que no se irrite, y perezcáis en el camino, pues su cólera se inflama en un instante. ¡Dichosos los que en él buscan refugio!
REFLEXIONES DEL PADRE ANTONIO PAVÍA (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo) Drama del Mesías y fidelidad La conspiración de la que habla este Salmo es una conspiración para apartar a Dios de la Humanidad. Sin embargo a la humanidad le pasa lo que le ocurrió al pueblo judío que a pesar de haber sido liberado por Dios de su esclavitud en Egipto, al llegar a la tierra prometida, se va olvidando de Él y cambia el yugo de la presencia de Dios, por el yugo de los dioses visibles, es decir, de los ídolos que terminaron por conducirle al destierro. Pero Jesucristo viene con el yugo de Dios Padre, un yugo del que dice que «es suave y que su carga es ligera». Hasta tal punto es suave y ligero este yugo, que Jesús podrá decir «el Padre y yo somos uno». Entre el Padre y el Hijo existe una misma voluntad, un mismo amor, un mismo deseo… en definitiva, una misma Palabra. Gritará el Salmo: «Servid al Señor con temor, rendidle homenaje temblando».
En la espiritualidad cristiana, estar en contacto con el Evangelio, escucharlo, apasionarse por él, es estar en presencia de Dios, y, al mismo tiempo, con el temblor filial y confiado de quien está ante el mismo Dios: tal cual es, sin velos ni símbolos. Porque toda la plenitud de Dios está en la infinitud del Evangelio. Fruto de esta espiritualidad, el cristiano es aquel que lleva «sus pies calzados por el celo de anunciarlo» (Ef 6,15); pies que le permiten caminar sin desviaciones hacia Dios.