1 ¡Aleluya! ¡Alabad a Dios en su templo, alabadlo en su poderoso firmamento! 2 ¡Alabad a Dios por sus hazañas, alabadlo por su inmensa grandeza! J ¡Alabad a Dios tocando trompetas, alabadlo con cítara y arpa! 4 jAlabad a Dios con tambores y danzas, alabadlo con cuerdas y flautas! 5 ¡Alabad a Dios con platillos sonoros, alabadlo con platillos vibrantesl 6 ¡Todo ser que respira alabe al Señor! ¡Aleluya! Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 150 ¡Alabemos al Señor! El libro de los salmos cierra con este broche de oro todo el conjunto de oraciones poéticas, súplicas, cánticos y alabanzas, expresados a lo largo de todas sus páginas. Decimos que este salmo es como un broche de oro porque su autor parece como si contemplase la creación asemejándola a un inmenso templo en el que todos los seres, tanto animados como inanimados, alaban a Dios y proclaman su gloria: «¡Aleluya! ¡Alabad a Dios en su templo, alabadlo en su poderoso firmamento! ¡Alabad a Dios por sus hazañas, alabadlo por su inmensa grandeza! ¡Alabad a Dios tocando trompetas, alabadlo con cítara y arpa!... ¡Todo ser que respira alabe al Señor!». En este himno triunfal el salmista preanuncia la victoria de Dios sobre el mal, que se ha hecho un hueco en la obra creadora de Yavé. La espiritualidad de Israel, espiritualidad que tiene su fundamento en la sabiduría que le fue dada por Dios, llama buenas a todas las obras salidas de sus manos. Así lo atestigua el relato de la creación que vemos en el primer capítulo del Génesis: cada acto creador de Dios culmina con el mismo estribillo: «Y vio Dios que era bueno». Sin embargo, el mal hace su aparición y, con él, el poder destructor de la muerte en cuanto elemento disgregador y aniquilador que rompe la comunión entre Dios y los hombres, y también entre estos como comunidad, tanto local como universal. Esta realidad nos viene expresada magistralmente por el autor del libro de la Sabiduría: «Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen» (Sab 2,23-24). Ante el hecho de la instalación del mal con todas sus secuelas Dios interviene. Escoge un pueblo con quien sabemos que establece una alianza. Alianza que, conforme Dios va ampliando su revelación, toma dimensiones universales. Sabemos que Israel no es capaz de mantener el pacto. Para ser justos hay que señalar que tampoco ningún otro pueblo hubiese sido fiel a Dios. Así pues, el hombre rompe la alianza, pero Dios no; Él la mantiene en todo su vigor. El cumplimiento de la Alianza está pidiendo a gritos la Encarnación, y esto es lo que Dios va a hacer para que todo hombre pueda recibir el don, la sabiduría y la fuerza para permanecer en fidelidad. Es, como ya sabemos, la Alianza que será llevada a cabo por el Mesías, y cuya luz de salvación incluye y alcanza a todas las naciones.309
El Señor Jesús hace realidad la nueva alianza, la eterna, la que no se quiebra por parte del hombre. Recordemos las palabras que pronunció la noche en que celebró la Eucaristía con sus discípulos: «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,20). Alianza eterna e inquebrantable porque está sellada, firmada con la sangre del Hijo de Dios. En el Señor Jesús todos hemos sido reconciliados con Dios; en Él ha sido reconstruida y llevada a su plenitud la creación entera; en Él el hombre entra en comunión con Dios. Esto es lo que el autor del salmo, inspirado por el Espíritu Santo, está proclamando proféticamente: ¡Alabad al Señor! ¡Con cítara y arpa, tambores..., haced resonar vuestras voces con toda clase de instrumentos musicales...! Que todo ser que respira alabe, bendiga, ensalce, cante, vitoree al Señor porque ha devuelto y llevado a su plenitud el esplendor de su creación. Isaías recoge la profecía del salmista y le da un nombre: la nueva creación de Dios: «Porque así como los cielos nuevos y la tierra nueva que yo hago permanecen en mis presencia –oráculo de Yavé– así permanecerá vuestra raza y vuestro nombre» (Is 66,22). El signo distintivo del hombre nuevo que surge de esta creación es que «permanece en presencia de Dios». Está anunciando la inmortalidad en contraposición con la muerte. Recordemos la desoladora visión que nos ofrece Job acerca de la condición mortal del hombre: «El hombre, nacido de mujer, corto de días y harto de tormentos. Como la flor, brota y se marchita, y huye como la sombra sin pararse» (Job 14,1-2). ¡Alabad a Dios!, nos grita de principio a fin todo el Evangelio, porque el Señor Jesús nos ha arrancado de la muerte y nos ha reconciliado con Él. En Jesucristo somos marcados con el signo de la comunión con el Padre, signo que es garantía de nuestra inmortalidad. Comunión- reconciliación que el apóstol Pablo nos anuncia con palabras que nos recuerdan una proclamación triunfal y gloriosa: «Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad» (Ef 2,14-16). ¡Alabemos a Dios!, alabémosle desde el gozo de haber sido reconciliados con Él a causa de la sangre de su Hijo. Él es el Cordero inocente, Él ha cargado con nuestra irreconciliación y nos ha puesto en comunión con Dios. ¡Alabadle!