1 ¡Aleluya! jAlaba, alma mía, al Señor! 2 Alabaré al Señor mientras viva. ¡Tocaré para mi Dios mientras exista! 3 ¡No pongáis vuestra seguridad en los poderosos, en un hombre que no puede salvar! 4 ¡Exhalan el espíritu y vuelven al polvo, y ese mismo día perecen sus planes! 5 Dichoso el que se apoya en el Dios de Jacob, guien pone su esperanza en el Señor, su Dios. 6 El hizo el cielo y la tierra, el mar y todo lo que existe en él. Él mantiene su fidelidad eternamente, 7 hace justicia a los oprimidos, y da pan a los hambrientos. El Señor libera a los prisioneros. 8 El Señor abre los ojos de los ciegos. El Señor endereza a los que se doblan. El Señor ama a los justos. 9 El Señor protege a los extranjeros, sustenta al huérfano y a la viuda, pero trastorna el camino de los malvados. 10 El Señor reina eternamente. ¡Tu Dios, oh Sión, reina de generación en generación! ¡Aleluya!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 146 Apoyaos en mí El salterio nos ofrece este himno litúrgico de alabanza a Yavé, el único a quien el ser humano debe de rendir culto de adoración. A lo largo del salmo, el autor señala la razón por la que sólo Yavé es digno de alabanza y bendición, en contraposición a cualquier hombre por muy encumbrado que esté: «¡Alaba, alma mía, al Señor! Alabaré al Señor mientras viva. ¡Tocaré para mi Dios mientras exista!». Yavé, como su propio nombre indica, «Es el que es», es decir, tiene la vida en y por sí mismo; y, precisamente, porque es vida por esencia, la puede dar y, de hecho, la da. En cambio, el hombre es apenas un soplo que, llegado su tiempo, se apaga; y, con él, todas sus obras y proyectos: «Exhalan el espíritu y vuelven al polvo, y ese mismo día perecen sus planes». Partiendo de esta realidad, el salmista nos instruye catequéticamente. Es como si nos preguntara: ¿En quién confías tu vida?, ¿en alguien que, aunque sea un príncipe, no es más que un hijo de hombre, y que, como tal, no puede salvar? «¡No pongáis vuestra seguridad en los poderosos, en un hombre que no puede salvar!». El versículo que acabamos de transcribir nos ilumina acerca de uno de los pilares básicos y fundamentales de la fe. Todos sabemos que la fe implica apoyarse en alguien. El salmista proclama con énfasis que la vida de un fiel israelita se apoya únicamente en Yavé, creador de los cielos y la tierra: «Dichoso el que se apoya en el Dios de Jacob, quien pone su esperanza en el Señor, su Dios. Él hizo el cielo y la tierra, el mar y todo lo que existe en él». Yavé anuncia, con énfasis, por medio del profeta Jeremías una maldición y una bendición. Maldición para todo hombre que apoye su vida, en todas sus dimensiones – seguridades, elecciones, proyectos...– en cualquier otro hombre, por muy atrayentes que sean los bienes que ofrece a su corazón. Es maldito porque, al inclinar hacia él la balanza de su vida, paulatinamente se va alejando de Dios. Es maldito porque pone su ser en quien no tiene la vida y, por lo tanto, no le puede salvar: «Así dice Yavé: maldito sea aquel que confía en hombre, y hace de la carne su apoyo, y se aparta de Yavé en su corazón» (Jer 17,5). En cambio, es bendito todo aquel que se apoya en Yavé. Bendito porque no se sentirá defraudado y porque no conocerá la confusión ni el fracaso; se trata del fracaso último, el que rasga inmisericordemente el telar de nuestra vida. Jeremías llama benditos a estos hombres, benditos porque sus raíces están plantadas en Dios, por lo que, aun 301
en medio de las pruebas y sufrimientos, no dejan de dar fruto: «Bendito sea aquel que se fía de Yavé, pues no defraudará Yahvé su confianza. Es como árbol plantado a las orillas del agua, que a la orilla de la corriente echa sus raíces. No temerá cuando viene el calor, y estará su follaje frondoso; en año de sequía no se inquieta ni se retrae de dar fruto» (Jer 17,7-8). Volvemos al salmo, y nos damos cuenta de por qué se llama feliz al hombre cuyo apoyo y esperanza están en Yavé: porque Él no le abandona; le sostiene, le hace justicia y le protege. Nos lo dice en términos propios con que la espiritualidad de Israel define la acción de Dios con los suyos: «Hace justicia a los oprimidos, y da pan a los hambrientos. El Señor libera a los prisioneros. El Señor abre los ojos de los ciegos. El Señor endereza a los que se doblan». Dios ha bendecido a toda la humanidad al enviarnos a su Hijo. Él es la bendición de Dios sobre el hombre, y que se va manifestando y aconteciendo progresivamente. El Señor Jesús inicia su misión curando a ciegos, sordos, paralíticos, leprosos, etc., hasta que anuncia la noticia sorprendente: ¡Vengo a daros la vida! La vida que buscáis donde no está, y en quien no os la puede dar porque no la tiene. Yo la tengo en propiedad, yo Soy el que soy, igual que mi Padre. Yo os doy la vida eterna. Creed en mí, apoyaos en mí. No temáis, yo soy vuestro Maestro. Venid a mí, porque sólo yo puedo enseñaros a apoyaros en Dios. En la medida en que las palabras del Maestro se adueñan de nuestro ser, crece nuestra fe, nuestro apoyo y confianza en Él. Él mismo dice que esta forma de creer es la que nos otorga la vida eterna: «Porque aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Jn 3,34-36). Es justamente este don, otorgado por Jesucristo, el eje de la predicación de los primeros apóstoles, como vemos, por ejemplo, en este texto de la Carta del apóstol Pablo a los romanos: «Al presente, libres del pecado y esclavos de Dios, fructificáis para la santidad; y el fin, la vida eterna. Pues el salario del pecado es la muerte; pero el don gratuito de Dios, la vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom 6,22-23). 302