Bendito sea el Señor, mi roca, que adiestra mis manos para la batalla y mis dedos para la guerra. 2 Mi bienhechor, mi alcázar, mi baluarte y mi liberador, mi escudo y mi refugio, que me somete los pueblos. 3 Señor, ¿qué es el hombre para que lo conozcas, el hijo de un mortal, para que lo tengas en cuenta? 4 El hombre es como un soplo, y sus días como una sombra que pasa. s Señor, inclina tu cielo y desciende, toca los montes, y echarán humo. 6 Fulmina el rayo, y dispérsalos, lanza tus flechas, y ahuyéntalos. 7 Extiende tu mano desde lo alto, sálvame, líbrame de las aguas torrenciales, de la mano de los extranjeros. 8 Su boca dice mentiras, y su diestra jura en falso. 9 Oh Dios, te cantaré un cántico nuevo,
tocaré para ti el arpa de diez cuerdas. 10 Tú eres quien da la victoria a los reyes y salvas a David, tu siervo. Defiéndeme de la espada cruel, 11 líbrame de la mano de los extranjeros. Su boca dice mentiras, y su diestra jura en falso. 12 Sean nuestros hijos como plantas, crecidos desde su adolescencia. Nuestras hijas sean columnas talladas, estructuras de un templo. 13 Que nuestros graneros estén repletos de frutos de toda especie. Que nuestros rebaños, a millares, se multipliquen en nuestros campos, 14 y nuestros bueyes vengan cargados. Que no haya brecha ni fuga, ni grito de alarma en nuestras plazas. 15 Dichoso el pueblo en el que esto sucede. iDichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 144 ¡Bendito seas, Señor! Israel recuerda, agradecido, las victorias que Yavé ha realizado por su medio en sus combates contra sus enemigos. El presente salmo canta estas hazañas y puntualiza con insistencia que Yavé ha sido quien ha dado vigor y destreza a su brazo en todas sus batallas. Es tan palpable la ayuda que han recibido de Dios que siente la necesidad de alabarlo y bendecirlo. Proclaman que Él es su aliado, su alcázar, su escudo, su liberador, etc. «Bendito sea el Señor, mi roca, que adiestra mis manos para la batalla y mis dedos para la guerra. Mi bienhechor, mi alcázar, mi baluarte y mi libertador, mi escudo y mi refugio, que me somete los pueblos». Victorias y prosperidad van de la mano, de ahí la plasmación de toda una serie de imágenes poéticas que describen el crecimiento y desarrollo de Israel como pueblo elegido y bendecido por Dios: «Sean nuestros hijos como plantas, crecidos desde su adolescencia. Nuestras hijas sean columnas talladas, estructuras de un templo. Que nuestros graneros estén repletos de frutos de toda especie. Que nuestros rebaños, a millares, se multipliquen en nuestros campos». El pueblo, que tan festivamente canta las bendiciones que Dios ha prodigado sobre él, deja una puerta abierta a todos los pueblos de la tierra. Todos ellos serán también bendecidos en la medida en que sean santos, es decir, en la medida en que su Dios sea Yavé: «¡Dichoso el pueblo en el que esto sucede! ¡Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor!». La intuición profética del salmista llega a su cumplimiento con Jesucristo. Él, mirando a lo lejos, no ve una multitud de pueblos fieles a Dios, sino un enorme y universal pueblo de multitudes. Así nos lo hace ver al alabar la fe del centurión, quien le dijo que no era necesario que fuese hasta su casa para curar a su criado enfermo. Le hizo saber que creía en el poder absoluto de su Palabra, que era suficiente que sus labios pronunciasen la curación sobre su criado y esta se realizaría. Fue entonces cuando Jesús expresó su admiración, ensalzó la fe de este hombre y le anunció el futuro nuevo pueblo santo establecido a lo largo de todos los confines de la tierra: «Al oír esto, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande. Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los cielos» (Mt 8,10-11).297
Pueblo santo, pueblo universal, llamado a ser tal como fruto de la misión llevada a cabo por Jesús, el Buen Pastor. En Él, el pueblo cristiano es congregado y vive la experiencia de participar de «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4,5-6). El apóstol Pedro anuncia la elección de la Iglesia como nación santa, rescatada y, al mismo tiempo, dispersa en medio de todos los pueblos de la tierra. Es un pueblo bendecido que canta la grandeza de su Dios. Cada discípulo del Señor Jesús proclama su acción de gracias que nace de su experiencia salvífica. Sabe que, por Jesucristo, ha vencido en sus combates, alcanzando así la fe, y ha sido trasladado de las tinieblas a la luz: «Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1Pe 2,9). San Agustín nos ofrece un texto bellísimo acerca del combate que todo discípulo del Señor Jesús debe enfrentar contra el príncipe del mal, y que es absolutamente necesario para su crecimiento y maduración en la fe, en su amor a Dios: «Pues nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación; y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigos y tentaciones». Todo discípulo sabe y es consciente de que sus victorias contra el tentador no surgen de sí mismo, de sus fuerzas, sino que son un don de Jesucristo: su Maestro y vencedor. Por eso, bendice y da gloria a Dios con las mismas alabanzas que hemos oído entonar al salmista: Bendito seas, Señor y Dios mío, porque has adiestrado mis manos para el combate, has llenado de vigor mi brazo, has fortalecido mi alma; tú has sido mi escudo y mi alcázar en mis desfallecimientos. ¡Bendito seas, mi Dios! ¡Bendito seas, Señor Jesús!298