¡Señor, escucha mi oración! ¡Tú que eres fiel, atiende a mis súplicas! ¡Tú que eres justo, respóndeme! 2 ¡No entables juicio contra tu siervo, pues ningún hombre vivo es justo ante ti! 3 El enemigo me persigue, aplasta por tierra mi vida, y me hace habitar en las tinieblas, como los que están muertos para siempre. 4 Mi aliento va desfalleciendo, y, en mi interior, se amedrenta mi corazón. 5 Recuerdo los días de antaño, medito todas tus acciones, reflexionando sobre la obra de tus manos. 6 Extiendo mis brazos hacia ti, mi vida es como tierra sedienta de ti. 7 jSeñor, respóndeme enseguida, pues mi aliento se extingue! No me escondas tu rostro, pues sería como los que bajan a la fosa. 8 Por la mañana, hazme escuchar tu amor, ya que confío en ti. Indícame el camino que he de seguir, pues elevo mi alma hacia ti. 9 Líbrame de mis enemigos, Señor, pues· me refugio en ti. 10 Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios. Que tu buen espíritu me guíe por una tierra llana. 11 Por tu nombre, Señor, consérvame vivo, por tu justicia, sácame de la angustia. 12 Por tu amor, aniquila a mis enemigos y destruye a todos mis adversarios, porque yo soy tu siervo.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo) Salmo 143 La paz con vosotros Una vez más oímos el clamor desgarrador de un fiel israelita que identificamos con el rey David. Una vez más le encontramos huyendo a causa de la rebelión que su hijo Absalón ha levantado contra él. Si grande es su dolor, mayor es su confianza en Yavé. Nos llama la atención que, al invocarle pidiendo su auxilio, no lo hace desde una presunta inocencia, sino desde su condición de culpable, de pecador. La audacia amorosa de David nos sobrecoge. Sabe que no es justo, como, de hecho, nadie lo es, pero apela a la justicia de Dios que es siempre salvadora; es decir, que Dios salva desde su justicia, no desde la nuestra: «¡Señor, escucha mi oración! ¡Tú que eres fiel, atiende a mis súplicas! ¡Tú que eres justo, respóndeme! No entables juicio contra tu siervo, pues ningún hombre vivo es justo ante ti». Esta ilimitada confianza de David en el perdón y misericordia de Dios nos lleva a la iluminación profética que tuvo Jeremías al divisar a lo lejos la restauración de Israel, su vuelta del destierro. Además, es un anuncio de salvación que trasciende el acontecimiento salvífico de la vuelta de Israel a la tierra prometida. Es un anuncio implícito de la salvación universal que llevará a cabo Yavé. Así nos lo comunica el profeta Jeremías: «¡Oh Yavé, mi fuerza y mi refuerzo, mi refugio en día de apuro! A ti las gentes vendrán de los confines de la tierra y dirán: ¡Luego mentira recibieron de herencia nuestros padres, vanidad y cosas sin provecho...! Por tanto, he aquí que yo les hago conocer –esta vez sí– mi mano y mi poderío, y sabrán que mi nombre es Yavé» (Jer 16,19-21). Jesucristo ha hecho justicia a toda la humanidad, seducida y engañada por el Tentador. Por él, Adán y Eva salieron del Paraíso de espaldas a Dios. Por eso envió a su Hijo para hacernos volver sobre nuestros pasos y situarnos nuevamente en su presencia, cara a cara con su Creador. Para hacer posible la vuelta del hombre a Dios, fue necesario que el Señor Jesús se situara cara a cara con el príncipe del mal, y se dejara –aparentemente– vencer por sus fuerzas. Durante tres días estuvo dominado por la muerte, de espaldas al Dios de la vida eterna. Allí, sujeto por los lazos de la mortalidad, nos hizo justicia: resucitó y venció al seductor. Desenmascaró al maestro del engaño y de la mentira e hizo posible la vuelta del hombre hacia Dios. Recordemos el pasaje del bautismo de Jesús tal y como nos lo narra Mateo. Se acercó a Juan Bautista para ser bautizado por él. Este se sobrecogió intensamente y le dijo 295 que había de ser más bien al contrario, que era él quien tenía que ser bautizado por Jesús. Ante esta reacción de Juan Bautista, perfectamente comprensible, Jesús le respondió: Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia. Y fue bautizado (cf Mt 3,13-15). Los santos Padres de la Iglesia, así como innumerables exégetas y comentaristas de las Sagradas Escrituras, nos enseñan que, con estas palabras, Jesucristo estaba profetizando su muerte, su resurrección y el amanecer de la justicia salvadora de Dios sobre toda la humanidad. Su muerte la vemos representada en su inmersión en las aguas del Jordán, imagen que evoca su descenso a la profundidad de la tierra después de bajarle, exánime, de la cruz. Su salir de las aguas del Jordán preanunciaba el desmoronamiento del sepulcro y su levantarse glorioso y victorioso de la muerte. Entre las losas esparcidas, quedaron, desparramadas, las vendas, el lienzo y el sudario que envolvían su cuerpo. Por último, su hacernos justicia brilló en todo su esplendor al aparecerse al grupo temeroso y abatido de sus apóstoles. Juan puntualiza que estaban reunidos en el Cenáculo con las puertas cerradas a cal y canto por miedo a los judíos. El Señor Jesús, el justo y el justificador, se presentó en medio de ellos y les anunció: la Paz con vosotros. Cuán grande tuvo que ser el asombro y la sorpresa de los discípulos, que Jesucristo les tuvo que repetir el anuncio: la Paz con vosotros (cf Jn 20,19-21). Ninguna mención a su cobardía, a su huída, a su incapacidad e impotencia para dar testimonio de Él como Mesías y Señor. Ningún reproche. Lo que los apóstoles oyeron fueron estas vivificantes palabras: la Paz con vosotros. Estáis justificados ante mi Padre y vuestro Padre, ante mi Dios y vuestro Dios: Yo soy vuestra justicia. Escuchemos la exhortación del apóstol Pablo, quien insiste una y otra vez que los hombres hemos sido justificados por y en Jesucristo: «Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1Cor 6,11)7).