142(141). Oración de un perseguido (Líbrame, Señor) 1 Poema. De David. Cuando estaba en la cueva. Súplica. 2 iA voz en grito, imploro al Señor! iA voz en grito, suplico al Señor! 3 Derramo ante él mi lamento, ante él expongo mi angustia, 4 mientras mi aliento desfallece. Pero tú conoces mis senderos, y que en el camino por el que ando me han tendido una trampa. s Mira a la derecha y fíjate: iya nadie me reconoce, no tengo lugar de refugio, a nadie que mire por mí! 6 A ti grito, Señor, y digo: «Tú eres mi refugio, mi lote en el país de la vida». 7 Presta atención a mi clamor, pues ya estoy agotado. iLíbrame de mis perseguidores, que son más fuertes que yo! 8 iHazme salir de mi prisión, para que dé gracias a tu nombre! Los justos se congregarán a mi alrededor, por el bien que me has hecho.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 142 Líbrame, Señor Cuando David cayó en desgracia a los ojos de Saúl, tuvo que huir y buscar refugio en las cuevas del desierto de Judea. Estas servían de refugio a los ladrones y, en general, a todos aquellos que tenían cuentas con la justicia. La espiritualidad de Israel pone en boca de David esta bellísima invocación a Yavé que evoca su persecución e infortunio. David se siente atrapado por un lazo. No comprende que Saúl le pague de este modo sus años de servicio y fidelidad. Su estupor ante tantas maquinaciones es tanto mayor cuanto que es consciente de su irreprochabilidad e inocencia. No le cabe en su mente que se le pague con el mal ante el bien que ha hecho; de ahí su grito clamoroso: «¡A voz en grito imploro al Señor! ¡A voz en grito suplico al Señor! Derramo ante él mi lamento, ante él expongo mi angustia... En el camino por el que ando me han tendido una trampa. Mira a la derecha y fíjate. ¡ya nadie me reconoce, no tengo lugar de refugio, a nadie que mire por mí!». Como ya podemos entrever, la experiencia trágica de David es un anuncio profético del Mesías cuya vida fue atrapada por el lazo de la muerte. El Príncipe de la mentira y del mal sedujo con sus artes a los sumos sacerdotes, fariseos, escribas y hasta todo el pueblo para arrancar su vida. Jesucristo, verdad del Padre, entra voluntariamente en el lazo aprisionador que la mentira ha arrojado sobre Él. Mentira seductora que es bebida con ansia por aquellos que deberían ser la garantía de la verdad y la rectitud. Tal perversión de mente y corazón, que invierte los parámetros del bien y del mal, de lo justo e injusto, ya había sido objeto de denuncia por parte de los profetas de Israel: «¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!» (Is 5,20). Realidad perversa que cobra toda su amplitud cuando los sumos sacerdotes echan mano del Cordero inocente y lo conducen a la muerte. ¿Razón de su condena? El pretendido Mesías es un ser blasfemo e impío, su perversidad atenta contra Dios. El supuesto celo religioso del pueblo encaminó al Señor, a Jesús, a la muerte y muerte de cruz. Jesucristo previene a sus discípulos, de entonces y de siempre, advirtiéndoles de que la misión a la que Él les envía no va a ser aplaudida ni reconocida. Esto por la simple razón de que la mentira y su príncipe nunca van a aplaudir ni reconocer la verdad. Es más, les anuncia que la persecución y el odio que ha caído sobre sus espaldas,
también les alcanzará a ellos: «Si el mundo os odia, sabed 293 que a mí me ha odiado antes que a vosotros... Acordaos de la palabra que os he dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,18-20). Igualmente les predice de que, así como los sumos sacerdotes creyeron que actuaban bien y hacían un servicio a Dios al condenarle a muerte, también ellos serían perseguidos bajo el pretexto de salvaguardar la pureza del culto a Dios: «Os expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí» (Jn 16,2-3). Ante tal panorama, nos hacemos una pregunta: ¿Qué es lo que mantiene hoy día a tantos hombres y mujeres en su fidelidad al Señor Jesús y su Evangelio? Es indudable que no son mantenidos por sus fuerzas y cualidades, ya que estas se desvanecen ante situaciones injustas e hirientes que afrontan. Lo que mantiene al discípulo en un mundo hostil a la verdad no es sino la presencia del Señor Jesús en todo su ser. Es presencia y, al mismo tiempo, fuerza. El discípulo siente bajo sus pies la roca indestructible que es su Señor. Por más que arrecien los vientos, las olas y todo tipo de presión, su vida y su misión están en manos de Dios que le sostiene. Los discípulos de Jesucristo son conscientes de que, desde la fuerza de Dios, hacen un servicio al mundo al que aman, ya que lo miran con los mismos ojos con que Dios lo mira y lo ama: «Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor Yavé. Convertíos y vivid» (Ez 18,32). El discípulo del Señor Jesús tiene la experiencia de que ha sido enviado al mundo con una misión, anuncio de salvación, que le supera totalmente. En su debilidad, constata, con inenarrable asombro, cómo su Señor Jesús le sostiene en sus combates, le levanta en sus caídas –que no son pocas– y enjuga las lágrimas que brotan a causa de tantas contradicciones por las que ha de pasar. Además, ante la persecución, su grito no es contra sus enemigos sino hacia Dios. ¡Señor, tú que me has enviado, líbrame! Terminamos con el testimonio de un discípulo que enfrentó toda clase de persecuciones, males y peligros para llevar adelante la misión que Jesucristo le había confiado. Nos referimos al testimonio de Pablo: «¡Todo lo puedo en Aquel que me conforta!» (Gál 4,13).294