1 Salmo. De David. iSeñor, te estoy llamando, socórreme deprisa! iEscucha mi voz cuando clamo a ti! 2 iSuba mi oración como incienso en tu presencia, mis manos alzadas como ofrenda de la tarde! 3 Señor, pon en mi boca una guardia, un centinela a la puerta de mis labios. 4 No dejes que mi corazón se incline a la maldad, que cometa crímenes junto con los malhechores. ¡No participaré en sus banquetes! 5 Que el justo me golpee, que el bueno me corrija. Que el ungüento del malvado no perfume mi cabeza, pues me comprometería en sus maldades. Ó Sus jefes cayeron, despeñándose, aunque habían escuchado mis palabras amables. 7 Como piedra de molino, reventada por tierra, están esparcidos nuestros huesos, junto a la boca de la tumba. 8 Hacia ti, Señor, elevo mis ojos, me refugio en ti, no me dejes indefenso. 9 Guárdame de las trampas que me han tendido, y de los lazos de los malhechores. la ¡Caigan los malvados en sus propias redes, mientras yo escapo, en libertad!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 141 El ungüento del impío El Salterio nos presenta en este poema a un fiel israelita abriendo su alma hacia Yavé. En un clima de profunda intimidad le brinda su oración, asemejándola al aroma del incienso que inunda el Templo en las liturgias celebradas por el pueblo santo: «Señor, te estoy llamando, socórreme deprisa! ¡Escucha mi voz cuando clamo a ti! ¡Suba mi oración como incienso en tu presencia, mis manos alzadas como ofrenda de la tarde!». A lo largo de su plegaria, formula a Dios un deseo que nos llama poderosísimamente la atención. Lleno de sabiduría y discernimiento espiritual, observa detenidamente a los hombres que le rodean y descubre el sello que identifica al justo y al impío. Justo es todo aquel lo suficientemente amante de la verdad como para prescindir de todo miramiento humano a la hora de ejercer y recibir el beneficio de la corrección fraterna. Es alguien que ama sin condicionamientos, por ello tiene la libertad de espíritu para poner a su hermano en la verdad: «Que el justo me golpee, que el bueno me corrija». En cuanto al sello identificador del impío no puede ser más evidente. Es un mago de la adulación, a la que el salmista define como «el ungüento del malvado». Sus palabras son lisonjeras, y no tienen otro fin que arrastrar a la mentira y al mal. Nuestro hombre orante es consciente de que el mayor daño que puede recaer sobre él consiste en que alguien, que dice ser su amigo, susurre a sus oídos palabras tan gratificantes como engañosas; y que le induzcan al desvío e, incluso, a la ruptura de su relación con Dios: «Que el ungüento del malvado no perfume mi cabeza, pues me comprometería en sus maldades». Recorriendo las Escrituras, reparamos en un hecho en el que se nos muestra con meridiana claridad la figura del impío-adulador, reflejada en el salmo. Se trata de Antíoco Epifanes, rey de Siria, que invadió Jerusalén en el siglo II antes de Cristo. Antíoco desató una persecución religiosa terrible sobre Israel, y sometió a crueles tormentos a todos aquellos que permanecieron fieles a Yavé. Entre los martirizados por su fe, cobran especial relevancia los llamados hermanos Macabeos, que eran siete, junto con su madre. El rey fue sacrificando uno por uno a todos los hermanos, empezando por el mayor, delante de su madre, esperando que esta decayera en su fortaleza ante la ejecución de los frutos de sus entrañas. Sin embargo, uno tras otro dirigían sus pasos hacia sus verdugos, espoleados por el ánimo que recibían de su madre, lo que dejó al rey inmerso en un mar de estupefacción y odio. Uno a uno, fueron muriendo hasta que quedó el menor. Ante este, el rey cambió de actitud: en vez de amedrentarlo con crueldad y despotismo poniendo ante sus ojos los instrumentos de tortura, intentó congraciarse con él echando mano del arma de la que nos prevenía el salmista: el ungüento del impío, es decir, la adulación y la lisonja: «Mientras el menor seguía con vida, no sólo trataba de ganarle con palabras, sino hasta con juramentos le prometía hacerle rico y muy feliz, con tal de que abandonara las tradiciones de sus padres; le haría su amigo y le confiaría altos cargos» (2Mac 7,24b). La respuesta del muchacho no se hizo esperar: «Ahora nuestros hermanos, después de haber soportado una corta pena por una vida perenne, cayeron por la alianza de Dios; tú, en cambio, por el justo juicio de Dios cargarás con la pena merecida por tu soberbia» (2Mac 7,36). Jesucristo, el Hijo de Dios, también fue tentado y solicitado lisonjeramente por el impío. También Satanás intentó derramar «su ungüento» sobre Él. Recordemos que, una vez bautizado por Juan Bautista, se retiró al desierto para prepararse a la misión que su Padre le había encomendado. Al final de su estancia, se le acercó Satanás para tentarle, aprovechando su debilidad física a causa de su ayuno. Sabemos que susurró a sus oídos por tres veces. Nos fijamos en la tercera tentación. En ella, el Tentador-impío derrochó todas sus artes de seducción y adulación presentando ante sus ojos los reinos de la tierra. Allí le prometió el poder y la gloria si, rechazando a su Padre, le adoraba a él. La respuesta del Señor Jesús fue tan implacable que no dejó lugar a dudas ni a componendas. Tan fulminante que desarmó al padre de la mentira de todas sus seducciones y pretensiones: «Dícele entonces Jesús: apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él darás culto» (Mt 4,10). El hermano menor de los Macabeos anticipó y profetizó la victoria definitiva de Dios contra el tentador por medio de su Hijo. Desenmascarado el impío del ungüento de mentira que siempre le acompaña, el Señor Jesús tiene autoridad para decirnos a todos los hombres: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6).25-27).