1 Junto a los canales de Babilonia nos sentamos y lloramos, con nostalgia de Sión. 2 En los sauces de sus orillas colgamos nuestras arpas. 3 Allí, los que nos deportaron pedían canciones, nuestros raptores querían diversión: «iCantadnos un cantar de Sión!». 4 ¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera! 5 Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me seque la mano derecha. 6 Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mi alegría. 7 Señor, pide cuentas a los hijos de Edón del día de Jerusalén, cuando decían: <<iArrasad la ciudad, arrasadla hasta los cimientos!». 8 ¡Oh, devastadora capital de Babilonia, dichoso quien te devuelva el mal que nos hiciste! 9 ¡Dichoso quien agarre y aplaste tus niños contra el roquedal!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 137 Desconsuelo de Israel
El salterio nos ofrece este bellísimo poema en el que el salmista, en nombre de todo el pueblo, saca de su corazón un dolor, unos lamentos, que conmueven las más escondidas e inescrutables fibras del alma. Israel está en Babilonia. Exiliado en una nación extraña y gentil, vaga desconsolado por su nuevo desierto; y la terrible nostalgia de habitar lejos de la Ciudad Santa, de la que, a igual que su templo, no quedan sino despojos, aviva su dolor como si un hierro candente atravesara de parte a parte todo su ser: «Junto a los canales de babilonia nos sentados y lloramos, con nostalgia de Sión. En los sauces de sus orillas colgamos nuestras arpas». Los habitantes de Babilonia, conocedores de la belleza de las liturgias que Israel celebraba en su Templo santo, piden a los judíos que les canten algunos de los maravillosos himnos de alabanza con los que bendecían y alababan a Yavé, su Dios. Los israelitas consideran esta solicitud como algo irreverente e insultante. Es ofensivo que un pueblo que alaba con sus himnos al Dios que manifiesta su gloria en su Templo santo, acceda a degradarlos con el fin de alegrar el corazón de los gentiles que nunca le han conocido: «Allí, los que nos deportaron pedían canciones, nuestros raptores querían diversión: “¡Cantadnos un cantar de Sión!”. ¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!». El profeta Jeremías, dotado de una sensibilidad poco común, es probablemente quien con mayor intensidad ha expresado el dolor de su pueblo ante la hiriente realidad del destierro. Escribe el libro de las Lamentaciones que manifiesta, en toda su crudeza, su dolor incomparable por el abatimiento a que ha llegado el pueblo santo: «Ha cesado la alegría de nuestro corazón, se ha trocado en duelo nuestra danza. Ha caído la corona de nuestra cabeza. ¡Ay de nosotros, que hemos pecado! Por eso está dolorido nuestro corazón, por eso se nublan nuestros ojos» (Lam 5,15-17). No obstante, el profeta nos deja abierta una puerta a la esperanza: suplica a Yavé para que vuelva a ser propicio con su pueblo: «¿Por qué has de olvidarnos para siempre, por qué toda la vida abandonarnos? ¡Haznos volver a ti, Yavé y volveremos! Renueva nuestros días como antaño» (Lam 5,20-21). El tema bíblico del destierro nos plantea un interrogante. ¿Cómo es posible que Dios, cuya misericordia y bondad son ilimitadas, castigue con tanta severidad al pueblo de sus entrañas a causa de su infidelidad? No es difícil aventurar que Israel se hiciese esta pregunta, tan 283 cruel y descarnada, cuando se vio sumido bajo el dominio del rey de Babilonia. Parece como si aflorase una terrible duda: ¿es posible creer en medio de tanta desolación? Tenemos que distinguir entre castigo y corrección. El castigo, la punición, no son buenos en sí mismos, podría entenderse como pagar por un mal que se ha hecho. En este sentido no podemos hablar del destierro como castigo de Dios. La corrección viene en ayuda del hombre, es un corregir para enderezar lo que se ha torcido. La corrección está en función de la madurez. Sabemos que durante su destierro, Israel desarrolló una madurez espiritual impensable. El pueblo había cerrado sus oídos a las palabras de los profetas enviados por Dios, y adulaban servilmente a los falsos profetas que nunca les pusieron en la verdad. Es en el destierro cuando Israel valora la palabra de los verdaderos profetas. Se multiplican los lugares de culto en los que la Palabra es predicada, bendecida y alabada. Además, su relación con Yavé se hace desde la verdad, sin esconder su pecado, cosa que antes hacían y muy elegantemente, amparándose en el esplendor de sus liturgias. Como expresión de la nueva dimensión espiritual del pueblo, recogemos unos textos de Daniel, profeta que vivió como pocos el exilio de Babilonia. Daniel bendice a Yavé en este pueblo extraño porque no por ello deja de ser el Dios de sus padres: «Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, loado, exaltado eternamente. Bendito el santo nombre de tu gloria, loado, exaltado eternamente. Bendito seas en el templo de tu santa gloria...» (Dan 3,51-53). Así como reconoce que Yavé es bendito, también le reconoce como justo y fiel por la corrección que están sufriendo. Pone delante de sus ojos el pecado del pueblo: «Juicio fiel has hecho en todo lo que sobre nosotros has traído y sobre la ciudad santa de nuestros padres, Jerusalén... Sí, pecamos, obramos inicuamente alejándonos de ti, sí, mucho en todo pecamos» (Dan 3,28-29). Hecha esta confesión, el profeta sabe que puede pedir a Yavé clemencia: «Trátanos conforme a tu bondad y según la abundancia de tu misericordia. Líbranos según tus maravillas, y da, Señor, gloria a tu nombre» (Dan 3,41-42). La súplica del profeta alcanza su cumplimiento y plenitud en Jesucristo, enviado por el Padre para liberar, y para siempre, a todos los hombres. Escuchemos: «Los judíos dijeron a Jesús: Nosotros somos descendencia de Abrahán y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: os haréis libres? Jesús les respondió: En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo... Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8,33-36).