1Cántico de las subidas. De David. Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros. No voy buscando grandezas, ni prodigios que me superen. 2 ¡No! He acallado y moderado mis deseos, como un niño de pecho en el regazo de su madre. 3 ¡Confíe Israel en el Señor, desde ahora y por siempre!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 131 Un corazón sabio Nos encontramos con uno de los salmos que mejor expresa el abandono y la confianza de un hombre en su relación con Dios. Se nos ofrece la oración de un israelita que tiene su corazón ya purificado de toda ambición, de toda pretensión y gloria; un corazón en el que habita la sabiduría de Dios. Oigámosle: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros. No voy buscando grandezas, ni prodigios que me superen». Ante el susurro íntimo y agradecido de este fiel, lo primero que nos impresiona es que no busca su propia gloria sino la de Dios. Su iluminación consiste en saber que relacionarse con Él sin aparcar a un lado su propia gloria y ambición, no conduce absolutamente a nada. No se trata de un moralismo que exija sacrificar la gloria personal; es la sabiduría la que señorea el corazón del salmista y le da discernimiento para comprender que ambicionar la propia gloria es cultivar algo que muere con él, es un servir y adorar a Yavé desde la carne. La espiritualidad de Israel define a la carne como toda actividad y potencialidad del hombre realizada al margen de Dios. Identifica el vivir en la carne con el gloriarse con las obras que, aun religiosas, no llevan el sello de Dios, por lo que acaban marchitándose. Sólo las obras que tienen su consistencia en Yavé permanecen para siempre. El profeta Isaías compara la carne, la gloria personal, al fulgor majestuoso de la hierba y las flores del campo. Tienen su esplendor, después se amustian y mueren: «Toda carne es hierba y todo su esplendor como flor del campo. La flor se marchita, se seca la hierba, en cuanto le dé viento de Yavé –pues, cierto, hierba es el pueblo–. La hierba se seca, la flor se marchita, mas la palabra de nuestro Dios permanece para siempre». Nuestro hombre orante escoge una vida sin pretensiones ni grandezas, lo cual no le exime de la duda, ni mucho menos de una personal crisis de fe. Crisis que acontece ante la tentación-insinuación de haber hecho una opción utópica que no le lleva a ninguna parte. Una vez más, la sabiduría que Dios ha grabado en su corazón le hace salir de sus pozos tentadores y proclama que Dios le enseña a descansar en Él como un niño recién amamantado descansa y duerme en los brazos de su madre: «¡No! He acallado y moderado mis deseos, como un niño de pecho en el regazo de su madre». El paralelismo entre el salmista, lleno de sabiduría, y Jesucristo es de una evidencia meridiana. La gran e infranqueable barrera que se interponía entre el Señor
Jesús y sus oyentes era –y en gran parte también lo es hoy y siempre–, que en su piedad no buscaban ni les interesaba la gloria de Dios sino la suya propia. Esta barrera les imposibilitaba creer; tenían bloqueado su camino hacia la fe: «¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios?» (Jn 5,44). Jesucristo, sabiduría del Padre, nos enseña a prescindir de nuestras pretensiones gloriosas. Entendámonos bien; he dicho prescindir, no renunciar. Si hablamos de renunciar, estamos refiriéndonos a algo que es valioso pero, como «Dios nos lo pide», hacemos el acto heroico de la renuncia. La cuestión es que ¿cuántas veces hemos renunciado heroicamente a ciertas cosas y después las hemos vuelto a coger en nuestro corazón? ¿Por qué? Porque muy probablemente, el heroísmo y la generosidad de la renuncia no iba en consonancia con el convencimiento del corazón. Llega un momento en que la cuerda se rompe de tanto tensarla, y el corazón reclama aquello a lo que ha renunciado. Por ello he hablado de prescindir, no de renunciar. Se prescinde de aquello que no es útil, que no sirve para nuestros fines. El hombre sabio prescinde de su gloria porque no le vale, no le sirve para lo que su corazón le está pidiendo. El corazón del buscador de Dios tiende al encuentro con Él, gradualmente va reconociendo su rostro y entra en el aprendizaje del descanso del que el salmista nos ha hablado. Comprende, sin heroísmos ni generosidades moralistas, que «su propia gloria» le estorba, como le estorba una ropa que se le ha quedado estrecha. Tiene conciencia de que es un impedimento que le bloquea la experiencia que está haciendo de y con Dios, por lo que prescinde de ella. Jesucristo nos ilumina esta gran verdad cuando dice a los judíos que no le interesa su gloria porque no vale para nada; que a él, lo que le interesa es que sea su Padre quien le glorifique. Sabe que la gloria que le viene de su Padre permanece para siempre: es la garantía de su victoria y resurrección: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien vosotros decís: Él es nuestro Dios» (Jn 8,54). El apóstol Pablo es consciente de que los discípulos del Señor Jesús son también ellos glorificados por Dios: «Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos...» (2Cor 3,18).