Cántico de las subidas. Desde lo más profundo a ti grito, Señor: 2 iSeñor, escucha mi voz! ¡Estén tus oídos atentos a mis peticiones de gracia! 3 Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá resistir? 4 Pero de ti viene el perdón, y así infundes respeto. 5 Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra. 6 Mi alma aguarda al Señor, más que los centinelas la aurora. Más que los centinelas la aurora, 7 aguarde Israel al Señor. Porque del Señor viene la gracia y. la redención copiosa. s Él redimirá a Israel de todas sus culpas.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 130 Nuestras culpas en sus manos
Un hombre orante, abatido por un terrible sufrimiento, clama a Yavé; parece como si sus gritos brotaran desde las profundidades del abismo. Implora con toda su alma a Dios instándole a que ponga su oído en sintonía con su clamor: «Desde lo más profundo a ti grito, Señor: ¡Señor, escucha mi voz! ¡Estén tus oídos atentos a mis peticiones de gracia!». Sabe que es pecador, mas, al mismo tiempo, es consciente de que Dios tiene misericordia de su condición de barro. Sabe también que ni él ni nadie pueden subsistir en su presencia si es juzgado según sus pecados. Su esperanza radica en que sabe que el perdón es uno de los atributos de Yavé. La oración está marcada por el dolor, el arrepentimiento y, sobre todo, por la inquebrantable certeza de que Dios le escucha: «Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti viene el perdón, y así infundes respeto». Es tan grande su confianza que se mantiene a la espera de la bondad de Dios. Espera en Yavé, espera en su Palabra. La misma palabra que movió a Yavé para liberar a su pueblo, esclavo en Egipto, que abrió el mar Rojo para que Israel encontrara su camino a la libertad, descenderá sobre él, le envolverá y le absolverá de todas sus culpas. Ante la posibilidad de la tentación de desesperarse por la situación personal en la que ha caído a causa de almacenar culpa sobre culpa, nuestro hombre orante proclama su fe y su confianza en la salvación de Dios: «Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra... Porque del Señor viene la gracia y la redención copiosa». Sabemos que los salmos son mesiánicos en su conjunto, lo que quiere decir que expresan y anuncian situaciones concretas de la vida de Jesucristo. Siendo así, podemos entonces preguntarnos: ¿Jesús, realmente oró así a su Padre? ¿También él almacenó culpa sobre culpa para invocar y apelar al Dios de la misericordia? Evidentemente, sí; no por sus pecados sino porque él cargó sobre su ser las culpas continuadas y persistentes de todos los hombres, y las consumió en el horno de su pasión. La expiación del pecado del mundo, repetidamente anunciada por los profetas, nos es admirablemente expuesta por el apóstol Pablo: «Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: maldito todo el que está colgado de un madero» (Gál 3,13). De una forma sumamente explícita, el apóstol Pablo anuncia que Dios mismo plasmó en su propio Hijo el pecado de toda la humanidad, nuestro pecado, de forma que, con sus súplicas hacia Él, quedásemos todos libres de culpa: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2Cor 5,20- 21). El mismo apóstol subraya con inusitada fuerza la buena noticia de nuestra justificación, es decir, santificación, a causa de Jesucristo: «De él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención, a fin de que, como dice la Escritura: el que se gloríe, gloríese en el Señor» (1Cor 1,30-31). En este contexto nos parece muy oportuno dirigir ahora nuestros ojos hacia el Señor Jesús, y sacar a la luz su oración al Padre. Así como el salmista, cubierto por sus pecados, no dejaba de esperar en Yavé y en su Palabra como garantía de su perdón y liberación, vamos también a ver a Jesús esperando en el Padre, esperando su respuesta una vez que ha cargado y asumido toda culpa. Nos acercamos a un texto que forma parte de la oración-súplica que Jesús dirige a su Padre en el contexto de la última cena. Sabemos que ésta fue el pórtico de entrada a su pasión; de hecho, fue en ella donde anunció la inminente traición de Judas. Escuchemos su oración: «Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17,1). Así como el salmista confía sus pecados al infinito perdón de Yavé, Jesús pide a su Padre que le glorifique, que le rescate de la muerte que está a punto de caer sobre él. Puede pedir esto, pues es consciente de que está a punto de culminar la misión que le ha confiado al enviarle al mundo: «Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes de que el mudo existiese» (Jn 17,4- 5). El Padre glorificó a su Hijo resucitándole; y nosotros, libres ya de toda culpa, resucitamos también gloriosos con Él. En la muerte de Jesucristo, Dios escuchó todos nuestros clamores y, en y por su Hijo, la vida eterna nos ha sido concedida: «Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 10,6-11).