1Cántico de las subidas. De Salomón. Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan sus constructores. Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas. 2 Es inútil que madruguéis, que tardéis en acostaros, para comer el pan con duros trabajos: iéllo da a sus amigos mientras duermen! 3 La herencia que concede el Señor son los hijos, su salario es el fruto del vientre: 4 los hijos de la juventud son flechas en manos de un guerrero. 5 Dichoso el hombre que llena con ellas su aljaba: no quedará derrotado a las puertas de la ciudad cuando litigue con sus enemigos
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 127 Jesús, templo glorioso
La mayoría de los exégetas atribuyen este salmo a Salomón, quien recibió de David, su padre, el encargo de construir el templo de Jerusalén. Tal y como viene expresado en sus primeros versículos, la construcción de la casa de Dios es asociada al esplendor y crecimiento de Jerusalén. Templo y ciudad albergan la gloria de Yavé, son el signo visible de su presencia en el seno de su pueblo. Nos llama poderosamente la atención la vertiente espiritual que el autor imprime a la tarea de la edificación del templo y la ciudad santa. No es suficiente el acopio de los materiales –oro, plata, maderas preciosas, etc.– necesarios para la ejecución de la obra. Tampoco el hecho de contar con magníficos arquitectos, orfebres, talladores, etc. Por muy buenos y abundantes materiales que tenga, por más excelentes que sean sus capataces y artesanos, son conscientes de que si Yavé no está con ellos para construir el Templo y proteger la ciudad, todo su empeño será vano e inútil: «Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los constructores. Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas». No hay duda de que Dios ha inspirado con su sabiduría al rey Salomón para hacer llegar a su pueblo que él es el artífice de su obra. La catequesis que impregna el fondo del salmo viene a decir que el templo que van a construir con sus manos no es sino imagen del templo espiritual que al no ser hecho por mano del hombre, tampoco por mano del hombre podrá ser destruido. De hecho, el templo construido por Salomón sí fue destruido por los enemigos de Israel. El profeta Isaías, en una exhortación al pueblo de Israel, ya les adelanta que el templo de Jerusalén es transitorio en espera del templo definitivo en el que se dará culto a Dios en espíritu y verdad: «Así dice Yavé: Los cielos son mi trono y la tierra el estrado de mis pies, pues ¿qué casa vais a edificarme, o qué lugar para mi reposo, si todo lo hizo mi mano, y es mío todo ello?» (Is 66,1-2). El profeta ilumina al pueblo por medio de esta profundísima inspiración. ¿Cómo va a habitar Yavé, Señor de los cielos y la tierra, en una morada hecha por mano del hombre? Por otra parte, todo cuanto este utiliza para levantar la casa de Dios, ¿no le pertenece acaso a Él? La catequesis que se atisba entre líneas nos señala que el mismo Yavé con su mano será el autor del templo de su gloria. Templo de adoración, templo en el que su Palabra será la luz potentísima capaz de convocar a todos los hombres de cualquier pueblo, raza o nación. Para ello 263
necesitará visitar en propia persona, no ya por medio de sus profetas, al mundo creado por Él. En la plenitud de los tiempos, como dice el apóstol Pablo, Dios desciende, visita y se encarna en su obra, el mundo. El Señor Jesús, es el verdadero y definitivo templo en el que el hombre contempla la gloria de Dios. En su Hijo, Dios nos enseña a adorar, a amar y a estar con Él de forma natural, al compás de nuestra humanidad. Queramos o no, el culto y la adoración que vienen marcados por la ley, y más aún, la ley del perfeccionismo, no dejan de ser un poco forzados ya que la palabra ley implica obligación... , y todo lo que no es natural a nuestra realidad humana termina por cansarnos. No se quiere decir con esto que las leyes no sean necesarias o convenientes; lo que queremos señalar es que, en nuestra relación con Dios, la ley tiene que dar paso a la gracia. Es Jesús mismo quien nos dice que Él es el templo definitivo, en el que el culto y la adoración pierden todo tinte de obligación para surgir como necesidad natural. De la misma forma que nadie que está sano come por obligación sino porque le apetece, al mismo tiempo que lo necesita. Recordemos cuando Jesús entró en el templo de Jerusalén y expulsó a sus vendedores y cambistas. Al preguntarle los judíos qué autoridad tenía para actuar así, él les respondió: «Destruid este santuario y en tres días lo levantaré. Los judíos le contestaron: Cuarenta y seis años se han tardado en construir este santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días? Pero él hablaba del santuario de su cuerpo» (Jn 2,119-21). Con estas palabras les estaba anunciando su muerte y resurrección. Cuando se cumplió su anuncio, sus discípulos comprendieron lo que había hecho y dicho y creyeron en él: «Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús» (Jn 2,22). El autor del libro del Apocalipsis nos ofrece una descripción de la Jerusalén celestial en la que abundan los símbolos y las alegorías. En su descripción nos señala que en ella no existe templo alguno porque Dios mismo y el Cordero son el santuario. Dios, en el esplendor de su gloria, es el templo y el santuario donde el hombre se sacia de su rostro... «Pero no vi santuario alguno en ella; porque el Señor, el Dios todopoderoso, y el Cordero es su santuario» (Ap 21,22).264