1Cántico de las subidas. A ti levanto mis ojos, a ti, que habitas en el cielo. 2 Como los ojos de los esclavos, fijos en las manos de su señor, y como los ojos de la esclava, fijos en las manos de su señora, así están nuestros ojos fijos en el Señor nuestro Dios, hasta que se compadezca de nosotros. 3 ¡Misericordia, Señor! ¡Ten misericordia de nosotros, porque estamos hartos de desprecio! 4 Nuestra vida está harta del sarcasmo de los satisfechos y del desprecio de los soberbios.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo) Salmo 123 Mis ojos en los tuyos
Este salmo nos ofrece la súplica colectiva del pueblo de Israel a Yavé. Todos, a una sola voz, se acogen a la piedad y compasión del Dios que ha hecho alianza con ellos. Se cobijan confiados bajo su poder y misericordia, en un momento de su historia en el que el desprecio que sufren por parte de sus enemigos hace tambalear su piedad y su fe. «¡Misericordia, Señor! ¡Ten misericordia de nosotros, Yahvé, porque estamos hartos de desprecio! Nuestra vida está harta del sarcasmo de los satisfechos...». Es cierto que no son pocos los salmos que inciden en el mismo tema; idéntica situación de oprobio con la consiguiente súplica. Sin embargo, también es cierto que encomendado, renunció a la posición de privilegio de la que disfrutaba en la corte del Faraón al ser adoptado por una de sus hijas. Hizo causa común con su pueblo maltratado, y, desafiando la muerte, llevó a cabo la liberación de Israel. Pudo hacerlo, se mantuvo firme porque sus ojos traspasaban la Palabra que salía de la boca de Yavé hasta encontrar los ojos del que le hablaba: «Por la fe Moisés salió de Egipto sin temer la ira del Faraón; se mantuvo firme como si viera al invisible» (Heb 11,27). Su capacidad de contemplar al invisible fue la fuente de su sabiduría y la roca de su fortaleza y perseverancia en medio de la persecución e incomprensión, incluso de los suyos, del pueblo que había de liberar.254
Jesucristo nos da un testimonio precioso y personal de su relación con el Padre. Su Evangelio sale a la luz no sólo porque lo oye de Él: «Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado, me ha mandado lo que tengo que decir y hablar» (Jn 12,49), sino también porque lo ha visto en su rostro: «Yo hablo lo que he visto donde mi Padre» (Jn 8,38). Sólo a la luz de su profunda experiencia, el Señor Jesús podía llevar adelante su misión. Sólo sostenido por el doble encuentro de miradas del Hijo con el Padre y del Padre con el Hijo, fue posible la salvación del mundo. Aceptó ser aplastado recogiendo sobre sus espaldas todo lo que aplasta al hombre. Jesús lleva a su plenitud la experiencia de Moisés. Hizo un camino hacia el Padre pasando por la cruz sin dejar de verle, con sus ojos fijos en el invisible. Ojos que fueron su fuerza para afrontar la muerte, y también la fuerza que le levantó del sepulcro. ¿Cómo nos es dado a nosotros hoy día hacer no sólo la experiencia de Moisés sino, más aún, la del Señor Jesús? ¿Se puede vivir la fe sin ver al invisible? ¡Evidentemente, no! El combate de la fe supera nuestras reales posibilidades. Tendremos que buscar hasta que nuestros ojos den con Dios, con el invisible. Esto no es una fábula ni tiene que ver nada con una especie de varita milagrosa o mágica. Dios está vivo, presente, con rostro y ojos en su Palabra. Todo aquel que, perdiendo los miedos, decide sumergirse en las aguas vivas del Evangelio, termina por encontrarle. El cristiano es, por encima de todo, un buscador; y esto hasta tal punto es importante que, cuando el sello de ser buscador no existe, o, simplemente, se deja de lado, el único dios que se da en la mente es el de la propia fantasía. Así pues, es en el Evangelio donde se hace posible que nuestros ojos puedan ver al invisible. Al principio es algo casi imperceptible, pero, poco a poco va creciendo la intuición de que Alguien está ahí. Gradualmente, nuestros ojos empiezan a percibir una presencia, más aún, una persona, que no es sino el Dios que cada vez se te hace más nítido y cercano. Buscar a Dios en el Evangelio hasta llegar a encontrarlo, lo propone Jesús con estas palabras: «El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel» (Mt 13,44). El campo son las Sagradas Escrituras, y el tesoro escondido en ellas, es Dios.