1 Cántico para las subidas. Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde vendrá mi auxilio? 2 Mi auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. 3 Él no permitirá que tropiece tu pie, itu guardián nunca dormirá! 4 No, no duerme ni cabecea el guardián de Israel. 5 El Señor te guarda a su sombra, él está a tu derecha. 6 El sol no te herirá de día, ni la luna de noche. 7 El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu vida. s El Señor guarda tus entradas y salidas, desde ahora y por siempre.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo
Salmo 121 Dios, nuestro guardián
Este salmo evoca el estado anímico de un hombre a quien podemos definir como buscador de Dios. Son muchas las pruebas que ha de afrontar en su búsqueda, y tiene la sabiduría para asumir que no puede realizar su camino hacia Dios si Él mismo no le protege y sostiene, si no vela por él en sus dudas y sufrimientos. Y así vemos cómo se dirige a Él con un título extraordinariamente significativo: su auxilio y su guardián. Dios, vigilante celoso de su camino, actuará para que sus pies no titubeen ni se desvíen: «Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde vendrá mi auxilio? Mi auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. Él no permitirá que tropiece tu pie ¡tu guardián nunca dormirá!... El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu vida». La espiritualidad del salmista enlaza con la experiencia vivida por Israel la noche en que salió de Egipto hacia la libertad. A pesar de la imposibilidad de que un pueblo esclavo pudiese traspasar el umbral de la opresión a que le tenía sometido un país poderosísimo como Egipto, Israel salió. No emprendió su marcha a escondidas sino ante los ojos de sus opresores. Israel sabe que su éxodo fue posible porque, en aquella noche santa, Yavé actuó como su guardián custodiando y dirigiendo sus pasos: «El mismo día que se cumplían los cuatrocientos treinta años, salieron de la tierra de Egipto todos los ejércitos de Yavé. Noche de guarda fue esta para Yavé, para sacarlos de la tierra de Egipto» (Éx 12,41-42). Son muchos los textos que, a lo largo del Antiguo Testamento, reflejan la figura de Yavé como centinela y guardián de su pueblo, remarcando bien que lo es porque Él mismo se manifiesta como garante y valedor de las palabras de liberación que ha proclamado sobre su pueblo. Cada palabra es como un juramento del que no puede desentenderse. A este respecto, podemos profundizar en el hecho de cómo llama Dios a Jeremías para el ministerio profético. La primera reacción del profeta ante la llamada es la del temor hasta el punto de que pone a Dios de manifiesto su incompetencia. ¡No puedo hablar en tu nombre! ¡Soy un muchacho y ni siquiera sé expresarme! Dios le responde que sí, que sabe muy bien que no es capaz de expresarse. La cuestión es que nadie puede expresar ni comunicar la sabiduría, la palabra de Yavé. Hay un abismo infranqueable entre la palabra y sabiduría humanas y la palabra y sabiduría de Dios. Dios da a Jeremías una garantía para acallar sus protestas y excusas, que no dejan de ser legítimas. Yavé 250
extiende su mano, toca la boca del profeta y le dice: Yo mismo pongo mis palabras en tu boca, no temas, yo estoy contigo. Como Dios sabe que todo hombre es duro de corazón para creer, y Jeremías no es una excepción, se sirve de un signo que tiene ante sus ojos para fortalecer su corazón. Veamos este texto: «Entonces me fue dirigida la palabra de Yavé en estos términos: ¿Qué estás viendo, Jeremías? Una rama de almendro estoy viendo. Y me dijo Yavé: Bien has visto. Pues así soy yo, velador de mi palabra para cumplirla» (Jer 1,11-12). Almendro en hebreo significa vigilante, centinela atento. Es un árbol que está como al acecho de la primavera, por eso es el primero en echar sus flores y sus frutos. Es como si Dios estuviera diciendo a Jeremías: Mira, he puesto mis palabras en tu boca, no tengas miedo porque yo seré tu guardián; yo seré valedor y garantía de que mis palabras puestas en ti darán su fruto. Tú limítate a acogerlas y a guardarlas... obedece y el fruto déjamelo a mí... yo estaré como guardián en vela hasta su cumplimiento. Este matiz, tan bello y profundo de la espiritualidad de Israel, estalla en toda su fuerza y su luz en la persona de Jesucristo. Él se siente acompañado, guardado por su Padre, en su misión, aunque tenía la certeza de que todos, absolutamente todos, habrían de abandonarle. Así aconteció, efectivamente, cuando le prendieron: «Entonces los discípulos le abandonaron todos y huyeron» (Mt 26,56). En la relación de comunión de Jesús con su Padre, se entrelazan amorosamente dos fidelidades tan intensas como íntimas. El Padre guarda como un centinela a su Hijo y, al mismo tiempo, este guarda con pasión la Palabra recibida del Padre: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien vosotros decís: él es nuestro Dios, y sin embargo, no le conocéis. Yo sí que le conozco, y si dijera que no le conozco, sería un mentiroso como vosotros. Pero yo le conozco y guardo su palabra» (Jn 8,54-55). El apóstol Juan transmite a sus oyentes la buena noticia de que esta fidelidad entre Jesús y el Padre –que tiene como base: Jesús que guarda la Palabra, y el Padre que le guarda a Él– se realiza en todo hombre-mujer que acoge y guarda con toda su alma la Palabra escuchada. El mismo Jesucristo, Hijo de Dios, se compromete a ser su guardián en todas sus pruebas: «Sabemos que todo el que ha nacido de Dios no peca, sino que el engendrado de Dios le guarda y el maligno no llega a tocarle...» (1Jn 5,18).251