1Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante, 2 porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco. 3 Lazos de muerte me rodeaban, eran redes mortales, caí en la angustia y la aflicción. 4 Entonces invoqué el nombre del Señor: <<iSeñor, salva mi vida!». 5 El Señor es justo y clemente, nuestro Dios es compasivo. 6 El Señor protege a los sencillos: yo desfallecía y él me salvó. 7 Recobra la calma, alma mía, que el Señor ha sido bueno contigo. 8 Libró mi vida de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída. 9 Caminaré en la presencia del Señor, en la tierra de los vivos. 10 Yo tenía fe, aunque decía: «¡Estoy totalmente devastado!». 11 Yo decía en mi aflicción: «iTodos los hombres son unos mentirosos!». 12 ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? 13 Levantaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor. 14 ¡Cumpliré al Señor mis votos, en presencia de todo su pueblo! 15 Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. 16 Yo soy tu siervo, Señor, Siervo tuyo, hijo de tu sierva. Tú rompiste mis cadenas. 17 Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando el nombre del Señor. 18 iCumpliré al Señor mis votos en presencia de todo su pueblo, 19 en los atrios de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén! ¡Aleluya!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 116 Dios es bueno
Este salmo es una oración de acción de gracias de un hombre que vive profundamente su relación con Dios. Sometido, como está, a una persecución implacable por hombres que llevan en su seno las fuerzas del mal, proclama, no obstante, su amor a Yavé: «Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día en que lo invoco». Hay una novedad en la oración de este israelita que le distingue de otros que hemos visto en situaciones parecidas a lo largo del salterio. Nuestro hombre no se remite al pasado para afirmar que Dios, siempre fiel, «ha escuchado» sus súplicas y plegarias. Nuestro hombre de fe habla en presente –«escucha»–, recalcando que puede poner su esperanza en Yavé porque su auxilio es una realidad inapelable no sólo en el pasado sino también en el presente y en el futuro. Yavé, su Dios, le escucha siempre. Otro momento del salmo donde vemos la enorme grandeza espiritual de este fiel israelita, es cuando proclama que nada que le suceda, por muy grande que sean sus desgracias y humillaciones, hará tambalear su confianza en Dios: «Yo tenía fe, aunque decía: “¡Estoy totalmente devastado!”. Yo decía en mi aflicción: “¡Todos los hombres son unos mentirosos”». No hay duda de que en su búsqueda de Dios ha escogido el camino de la verdad, el único camino válido para encontrarle. Existe también el camino de la mentira que hace mentiroso al hombre. Mentira que alcanza incluso a aquellos que deberían llevar al pueblo a vivir en fidelidad al Dios que, desde que lo escogió cuando estaba esclavo en Egipto, no ha cesado de amarle y protegerle. Así pues, la mentira ha moldeado también los corazones de los predicadores de Israel hasta el punto de merecer el calificativo de falsos profetas. Jeremías fustiga sin descanso a todos estos dirigentes religiosos a los que culpa de la desviación espiritual de su pueblo: «Los sacerdotes no decían: ¿dónde está Yavé?; ni los peritos de la ley me conocían; y los pastores se rebelaron contra mí, y los profetas profetizaban por Baal y en pos de los inútiles andaban» (Jer 2,8). El apóstol Pedro, nombrado por Jesucristo cabeza de la Iglesia, como buen pastor que es, alerta a los primeros cristianos acerca de los falsos profetas; exhorta con vehemencia que estos hombres mentirosos no son algo exclusivo del pueblo de Israel. Intuye, y por eso les previene, que también surgirán entre ellos, y que tienen un sello identificador perfectamente reconocible: difamar, falsear el camino de la verdad, todo por su propio provecho... exactamente igual que esos hombres inicuos aparecidos en el pueblo de Israel: «Hubo también en el pueblo falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán herejías perniciosas y que, negando al Dueño que los adquirió, atraerán sobre sí una rápida destrucción. Muchos seguirán su libertinaje y, por causa de ellos, el camino de la verdad será difamado. Traficarán con vosotros por codicia, con palabras artificiosas...» (2Pe 2,1-3). Volvemos a la oración del salmista y nuestro asombro no tiene límites cuando observamos que, sobreponiéndose a todos los males que está padeciendo a causa de su fidelidad a Dios, su alma es capaz de elevarse y lanzarle un grito de acción
de gracias porque es tanto el bien que le ha hecho, que nunca podrá vivir lo suficiente para agradecérselo, que no hay dinero en el mundo para pagárselo: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?». Nuestro salmista es como un espejo que refleja con toda nitidez el rostro, la persona de Jesucristo. Él, enviado por su Padre a la muerte y muerte de Cruz para rescatar a toda la humanidad, nos dirá que su Padre es bueno, que es bueno con todos, que hace el bien enviando el sol y la lluvia sin distinguir entre buenos o malos, justos o injustos: «Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,43-45). El Señor Jesús insiste con énfasis en que realmente su Padre es bueno, y quiere hacérnoslo entender con un ejemplo tan claro que no admita dudas. Afirma que si hasta nosotros, hijos del pecado original, que tenemos la bondad recubierta de una cierta maldad, aún así sabemos dar con gozo cosas buenas a nuestro hijos, amigos, etc., cuánto más nuestro Padre del cielo, que es la bondad sin mezcla de maldad, nos dará lo bueno por excelencia: el Espíritu Santo que nos convierte en hijos: «¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o si le pide un huevo le da un escorpión? Si, pues, vosotros siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Lc 11,11-13). El discípulo del Señor Jesús tiene tan metido en el alma el rostro luminoso de Dios, su Padre, que, al igual que el salmista, no necesita inventar palabras para que, de su experiencia íntima y real, brote el mismo testimonio del salmista: ¿cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?