¡No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria, por tu amor y tu fidelidad! 2 ¿Por qué han de decir las naciones: «Dónde está su Dios»? 3 Nuestro Dios está en el cielo, y hace todo lo que desea. 4 Sus ídolos son plata y oro, obra de manos humanas: 5 tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, 6 tienen oídos y no oyen, tienen nariz y no huelen, 7 tienen manos y no tocan, tienen pies y no andan, no tiene voz su garganta. 8 ¡Los que los hacen son como ellos, todos los que en ellos confían! 9 ¡La casa de Israel confía en el Señor: él es su auxilio y su escudo! 10 iLa casa de Aarón confía en el Señor: él es su auxilio y su escudo! 11 ¡Los que temen al Señor confían en el Señor: él es su auxilio y su escudo! 12 Que el Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga: -bendiga a la casa de Israel, -bendiga a la casa de Aarón, 13 -bendiga a los que temen al Señor, pequeños y grandes. 14 ¡Que el Señor os multiplique, a vosotros y a vuestros hijos! 15 ¡Que os bendiga el Señor, que hizo el cielo y la tierra! 16 El cielo pertenece al Señor, pero la tierra se la ha dado a los hombres. 17 Los muertos ya no alaban al Señor, ni los que bajan al lugar del silencio. 18 ¡Nosotros, los vivos, bendecimos al Señor, desde ahora y por siempre! ¡Aleluya!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 115 Nuestro escudo
De nuevo el salterio nos ofrece una aclamación litúrgica de la gran asamblea de Israel. El pueblo ha vuelto del destierro y sus oídos escuchan los sarcasmos de las naciones vecinas que, burlonamente, le preguntan: ¿Dónde está su Dios? ¿Dónde está su libertador? No sois más que un pueblo harapiento que volvéis a vuestra tierra y ni siquiera tenéis un templo en el que rendirle culto. Israel alza sus ojos a Yavé y proclama este himno en forma de oración. Le pide que manifieste su poder no tanto por ellos cuanto por los pueblos que con sus mofas blasfeman su nombre excelso: «¡No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria, por tu amor y tu fidelidad! ¿Por qué han de decir las naciones: “¿Dónde está su Dios?”». El punto culminante del himno es la proclamación de que, aun en la situación de tener que empezar de nuevo en su tierra devastada, y a pesar de las bufonadas de sus enemigos..., confían en su Dios. En efecto, traen al presente el pasado glorioso de Israel desde sus orígenes. Son conscientes de que Él ha hecho con ellos una historia de amor y salvación, y se apoyan en su fidelidad para afirmar que esta historia no ha concluido, que volverá a realizarse. Y así vemos a la asamblea gritar jubilosa: «¡La casa de Israel confía en el Señor, él es su auxilio y su escudo! ¡La casa de Aarón confía en el Señor, él su auxilio y su escudo! ¡Los que temen al Señor confían en el Señor: él su auxilio y su escudo! Que el Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga: bendiga a la casa de Israel...». Fijémonos en la conciencia que tiene Israel de que su Dios es su escudo y su auxilio. Sabemos que Abrahán salió de su tierra sin otra garantía que la palabra-bendición de Yavé sembrada en su corazón. La espiritualidad judía y cristiana llama a Abrahán nuestro padre en la fe precisamente por haber guardado en su corazón la palabra que Dios le había dado, de la que hizo su único apoyo, escudo y garantía. Dios, para enseñarnos que la fe no es algo mágico o que se acepta así, sin más, permite que Abrahán, en su búsqueda, con sus consiguientes dudas, se desoriente e incluso se equivoque; pero el amor de este a la Palabra recibida es mayor que sus debilidades, y Dios le conforta y fortalece. Es más, se le presenta animándole y prometiéndole que Él mismo será su escudo en su debilidad: «Después de estos sucesos fue dirigida la palabra de Yavé a Abrahán en visión, en estos términos: No temas, Abrahán. Yo soy para ti un escudo. Tu premio será muy grande» (Gén15,1). El libro del Deuteronomio nos presenta un himno bendicional atribuido a Moisés, salido de sus labios antes de su muerte. No tiene parangón con cualquier himno que podamos encontrar en los textos sagrados del Antiguo Testamento. Moisés inicia su cántico bendiciendo con bellísimas palabras a Yavé por haber protegido asombrosamente a Israel; y, como si de la misma boca de Yavé se tratase, hace descender una bendición particular y original a cada una de las tribus. Una vez que ha bendecido a los doce clanes, Moisés imparte, sobre todo al pueblo allí convocado, la mayor y la más esplendorosa de las bendiciones: Yavé es escudo y auxilio del pueblo que se ha escogido: «Israel mora en seguro; la fuente de Jacob brota aparte para un país de trigo y vino; hasta sus cielos destilan el rocío. Dichoso tú, Israel, ¿quién como tú, pueblo salvado por Yavé cuyo escudo es tu auxilio, cuya espada es tu esplendor?» (Éx 33,28-29). ¿Quién más bendito que Jesucristo a quien Dios Padre hizo escudo en favor de todos sus hijos? Vemos al Señor Jesús subir desnudo y desprotegido a lo alto de la cruz. Desde allí detuvo y quebró en su propio cuerpo los dardos y saetas que el príncipe del mal tenía preparados para toda la humanidad. Efectivamente, frenó en seco la muerte que nos pertenecía, elevando al infinito las palabras que nos salvaron y reconciliaron con Dios: «¡Padre, perdónales porque no saben lo que hacen!». Estas alentadoras palabras de salvación son el escudo que anula todas las acusaciones que el príncipe del mal hace contra nosotros. De hecho, una de las traducciones de Satanás es el término acusador. Y así leemos en el libro del Apocalipsis que, justamente por la victoria de Jesucristo sobre la muerte y el mal, nuestro acusador ha sido arrojado: “Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo: Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios” (Ap 12,10). Una vez que el escudo enviado por Dios, su propio Hijo, ha detenido las embestidas del mal, quedan canceladas todas nuestras deudas contraídas con Él a causa de nuestra necedad. Esto que podría parecernos algo así como el final de un cuento de hadas almibarado, no es tal; de hecho lo entresacamos de una catequesis de un hombre sumamente enérgico y nada sospechoso de cursilerías como es el apóstol Pablo. Oigámosle en su exhortación a la comunidad de Colosas: «Jesucristo canceló la nota de cargo que había contra nosotros, la de las prescripciones con sus cláusulas desfavorables, y las suprimió clavándola en la Cruz» (Col 2,14).