I ¡Aleluya! ¡Alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor! 2 Bendito sea el nombre del Señor, desde ahora y por siempre. 3 ¡Desde la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor! 4 ¡El Señor se eleva sobre todos los pueblos, su gloria está por encima del cielo! 5 ¿Quién puede igualar al Señor, nuestro Dios, que se eleva en su trono 6 y se abaja para mirar al cielo y a la tierra? 7 Levanta del polvo al débil, saca de la basura al indigente, 8 para sentarlo con los príncipes, junto a los príncipes de su pueblo. 9 A la estéril la sienta en su casa, como alegre madre de hijos. ¡Aleluya!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo) Salmo 113 La causa del desvalido El salterio nos ofrece un himno donde parece que la gloria excelsa de Yavé, que llega incluso hasta traspasar los cielos, y su cercanía compasiva hacia el hombre, rivalizan entre sí. Nos imaginamos a Israel como si fuese una gran asamblea, y oímos un sucederse de gritos de júbilo y alabanza acompañados por un sinfín de trompetas. Es un estallido de multitud de corazones que proclaman la gloria y grandeza de Dios: «¡Aleluya! ¡Alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor! Bendito sea el nombre del Señor, desde ahora y por siempre. ¡Desde la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor! ¡El Señor se eleva sobre todos los pueblos, su gloria está por encima del cielo!». Llegados al punto culmen de la exaltación de Yavé y su nombre, y asemejándose a una partitura musical, el himno canta el descenso de Dios desde sus inmensas alturas hasta el hombre. Hace hincapié en que sus ojos se posan y vuelcan sobre el pobre desvalido: «¿Quién puede igualar al Señor, nuestro Dios, que se eleva en su trono y se abaja para mirar al cielo y a la tierra? Levanta del polvo al débil, saca de la basura hace al indigente...». Es importante saber quién es el hombre cuya condición de desvalido atrae con tanta fuerza la mirada compasiva de Dios. Pobre y desvalido es, en general, todo aquel que está sometido a cualquier tipo de opresión. Sin embargo, bíblicamente hablando, pobre y desvalido es todo hombre que, estando sometido a cualquier clase de opresión, injusticia o persecución, renuncia a defenderse. No toma esta decisión por cobardía ni por impotencia. Actúa así porque está lleno de sabiduría; ha puesto su causa en manos de Dios con la madurez de fe del que sabe que Él le hará justicia. Tengamos en este momento presente la experiencia de Jeremías. Sabemos que su misión profética encontró muy pronto una terrible y feroz oposición que dio paso al escarnio y persecución por parte del pueblo. ¿Qué hace Jeremías en esta situación límite? La palabra que Dios ha puesto en su boca (Jer 1,9), es sólo motivo de burla e irrisión; entonces su espíritu se derrama en grandeza y sabiduría. Conocedor de Dios, se limita a encomendarle su causa. Entiende que renunciando a defenderse, entra en la condición de los desvalidos a quienes Dios protege y levanta: «Escuchaba las calumnias de la turba: ¡Terror por doquier! ¡Denunciadle! ¡Denunciémosle!... Pero Yavé está conmigo cual campeón poderoso... ¡Oh Yavé Sebaot, juez de lo justo, que escrutas los riñones y el corazón! Vea yo tu venganza contra ellos, porque a ti he encomendado mi causa.
Cantad a Yavé, alabad a Yavé, porque ha salvado la vida de un pobrecillo de manos de malhechores» (Jer 20,10-13). En este contexto catequético, nuestros ojos se dirigen al canto entonado por María de Nazaret al ser llamada bienaventurada por su prima Isabel. Recibió esta alabanza porque su corazón acogió y creyó lo que Dios le había anunciado por medio del ángel. María, elevando su espíritu hacia Dios y, como recogiendo en su aliento la gran y universal asamblea de todos los creyentes, proclamó: «Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes» (Lc 1,52). Este derribar a los potentados de sus tronos no quiere decir que Dios los castigue: Se caen ellos solos. Edificaron su trono, su vida sobre arena, y los oleajes propios de toda existencia terminaron por corroer y minar sus falsos y débiles cimientos. En cambio, Dios levanta a los humildes, los desvalidos que han puesto su causa y defensa en sus manos. Hablemos del pobre, humilde y desvalido por antonomasia: Jesucristo. Renunció a cualquier tipo de defensa en el juicio inicuo al que fue sometido. Y no asumió esta actitud por cobardía, desilusión o abatimiento; sino que renunció porque sabía que su Padre, que le había enviado, no iba a ignorar su defensa. Sabía que no quedaría defraudado. Este total fiarse de Jesús –recordemos que la palabra fe viene del verbo fiarse–, le aseguraba con toda certeza que sería levantado; que su Padre lo ensalzaría sobre todo lo creado con el título de Señor. Título que siempre tuvo y que intentaron arrebatarle condenándole a muerte. Título que su Padre defendió, preservó y restituyó. Oigamos el testimonio que Pedro y Juan proclamaron ante los habitantes de Jerusalén: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (He 2,36). El apóstol Pedro invita a sus comunidades y a todos los cristianos a seguir los pasos de Jesucristo justamente porque Él se puso en manos del único que le podía hacer justicia: su Padre: «Él que no cometió pecado, y en cuya boca no se halló engaño; él que al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de aquel que juzga con justicia...» (1Pe 2,22-24).