1 ¡Aleluya! Doy gracias al Señor de todo corazón, en compañía de los rectos, en la asamblea. 2 Grandes son las obras del Señor, dignas de estudio para quien las ama. 3 Esplendor y majestad es su obra, su generosidad permanece por siempre. 4 Él ha hecho maravillas memorables. El Señor es piadoso y compasivo: 5 da alimento a los que lo temen, recordando siempre su alianza. 6 Mostró a su pueblo la fuerza de su obrar, entregándole la herencia de las naciones. 7 Justicia y Verdad son las obras de sus manos, todos sus preceptos merecen confianza. 8 Son estables para siempre y eternamente, han de cumplirse con verdad y rectitud. 9 Envió la liberación a su pueblo, ratificando para siempre su alianza. Su nombre es santo y terrible. 10 El principio de la sabiduría es el temor del Señor. Todos los que lo practican tienen buen juicio. La alabanza del Señor permanece por siempre.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 111 El canto del corazón Himno de glorificación que invita a los fieles a bendecir y alabar a Yavé por sus obras, repletas de esplendor y majestad: «¡Aleluya! Doy gracias al Señor de todo corazón, en compañía de los rectos, en la asamblea. Grandes son las obras del Señor, dignas de estudio para quien las ama. Esplendor y majestad es su obra, su generosidad permanece por siempre». El autor invita a la asamblea litúrgica a no quedarse en la simple contemplación estática de las obras de Yavé. Exhorta a los fieles a interiorizar los hechos gloriosos de Dios en la creación, a llevarlos al corazón para meditarlos. Son bondades de Dios derramadas sobre los hombres. A este respecto, hemos de puntualizar qué es lo que significa para un israelita en su contexto religioso- cultural el verbo meditar. Para nosotros, que tenemos una cultura occidental, este verbo está demasiado asociado a lo que podríamos llamar una especie de análisis deductivo de un hecho o un texto bajo un matiz intimista. Sin embargo, para un israelita significa llegar a hacer suyo en el corazón algo que está oyendo o viendo. Por ejemplo, cuando acontece el nacimiento del Mesías, y ante el hecho de que los primeros testigos son unos pastores sin ninguna raigambre religiosa o social, escuchamos que María de Nazaret «guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19). Posiblemente, esta recepción del Mesías no era la que ella hubiese previsto, mas, al meditar la forma de obrar de Dios, hizo suya la Encarnación. Por eso es imagen de la fe que Dios ha venido a plantar en la creación por medio de su Hijo. Volvemos al salmo y reparamos cómo su autor nos dice que las obras de Yavé no son sólo grandes y majestuosas sino que también tienen el sello de la verdad, la justicia y la lealtad: «Justicia y Verdad son las obras de sus manos, todos sus preceptos merecen confianza. Son estables para siempre y eternamente, han de cumplirse con verdad y rectitud». En el Evangelio oímos cómo el Señor Jesús nos dice en qué consiste «la obra de Dios». Lo expresa así, en singular. Es la obra que recapitula y corona toda su acción creadora. A la luz del Mesías vemos que el culmen de la obra de Dios en el hombre es la fe. Esta es la respuesta que da Jesucristo a la pregunta de los judíos: «Ellos le dijeron: ¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios? Jesús les respondió: La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado» (Jn 6,28-29).229
El Señor Jesús invita a sus oyentes a creer en Él, ya que es a partir de él como pueden conocer, acoger y, por lo tanto, creer en Aquel que le ha enviado: el Padre. «En verdad, en verdad os digo: Quien acoja al que yo envíe me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a Aquel que me ha enviado» (Jn 13,20). No se trata de entrar en una dialéctica acerca de que si antes de Jesucristo el pueblo de Israel creía en Yavé más o menos intensamente, con mayor o menor profundidad. Lo que Jesucristo está proclamando es que, en Él y por Él, ha llegado el momento en que la fe vaya mucho más allá del sentimiento religioso o de un movimiento popular con sus tintes folklóricos. Ha llegado el momento en que la fe se revista de verdad, justicia y lealtad, como vemos en el salmo; son sellos que marcan la obra de Yavé, que definen su grandeza y clarifican la fe. Sólo así el hombre da el salto de una religiosidad superficial e inmadura hacia la adhesión a Dios. Digamos mejor, que Dios se adhiere al hombre por la encarnación y este, al acoger el Evangelio, se adhiere a Dios. Los discípulos del Señor Jesús son aquellos que no van al Evangelio como se va a un libro que haya que leer o estudiar. Van a él con el alma y el corazón abierto para meditarlo, es decir, para hacerlo suyo, siguiendo así los pasos de María de Nazaret. También ella no entendería muchas cosas. Dios permitió que las entendiera en la medida en que hacía suyos los acontecimientos que veía y las palabras que escuchaba. Los buscadores de Dios, al hacer suyo el Evangelio por Él ofrecido, ven asombrados cómo se siembran en ellos la verdad, la justicia y la lealtad de Dios. Reconocen y son testigos de que Él ha sido infinitamente bueno y misericordioso con ellos, y dejan que su corazón y su espíritu se abran en una melodía polifónica indescriptible que canta, alaba y le bendice. Es importante señalar que ningún buscador de Dios, a lo largo de la historia, ha sido defraudado por Él. Oigamos la recomendación del apóstol Pablo: «Aspirad a las cosas de arriba no a las de la tierra» (Col 3,2). Concluimos con la exhortación que nos hace el mismo apóstol a fin de que nuestros corazones estén a punto para alabar a Dios: «Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,19-20).