1De David. Salmo. Oráculo del Señor a mi señor: «Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos el estrado de tus pies». 2 Desde Sión, el Señor extenderá el poder de su cetro: somete en la batalla a tus enemigos. 3 «Eres príncipe desde el día de tu nacimiento entre esplendores sagrados. Yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora». 4 El Señor lo ha jurado y nunca se retractará: «Tú eres sacerdote por siempre, según el orden de Melquisedec». 5 El Señor está a tu derecha y aplastará a los reyes en el día de su ira. 6 Dictará sentencia contra las naciones, amontonará cadáveres, aplastará cabezas por toda la inmensidad de la tierra. 7 En su camino, beberá del torrente, y por eso levantará la cabeza.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 110 Sacerdocio del Mesías
Es este un himno majestuoso que canta la proclamación del sacerdocio eterno del Mesías, instituido por Yavé según el orden de Melquisedec. Proclamación que permanece inalterable a través de los siglos porque ha salido de la boca del mismo Yavé: «El Señor lo ha jurado y nunca se retractará: “Tú eres sacerdote por siempre, según el orden de Melquisedec”». El Mesías sacerdote aplastará definitivamente a los enemigos de Dios, representados en todas sus obras bajo el estigma del mal. Jesucristo, constituido sacerdote por el Padre, es enviado por Él con la misión de liberar al hombre de toda opresión que le asfixia y le impide consumar su auténtica vocación: llegar a ser hijo de Dios. El salmo canta la victoria de Dios, quien llegará a poner a sus enemigos, que son los del hombre, bajo los pies del Mesías: «Oráculo del Señor a mi Señor: “Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos el estrado de tus pies”». El autor de la Carta a los hebreos resalta con perfecta claridad la diferencia esencial entre el sacerdocio de la antigua alianza, caduco e ineficaz, y el de la Nueva Alianza, el de Jesucristo, cuya eficacia consiste en haber penetrado con su sacrificio y resurrección los cielos, es decir, el seno de Dios, abriendo así el camino que plenifica y salva al hombre. Respecto al sacerdocio de la antigua alianza, sabemos que sus ritos litúrgicos en el templo no servían para salvar al hombre ya que el perdón de los pecados, la conversión, no se puede alcanzar por el efecto de la sangre del sacrificio de animales: «No conteniendo, en efecto, la Ley más que una sombra de los bienes futuros, no la realidad de las cosas, no puede nunca, mediante unos mismos sacrificios que se ofrecen sin cesar año tras año, dar la perfección a los que se acercan... pues es imposible que sangre de toros y machos cabríos borre los pecados» (Heb 10,1-4). Por el contrario, el sacerdocio de Jesucristo sí nos convierte a Dios, sí hace que Él sea alcanzable, conocidosin sombras ni velos (Jn 1,18), porque la sangre derramada ha sido la suya propia: «Pero se presentó Cristo como sumo sacerdote de los bienes futuros, a través de una tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir no de este mundo. Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Heb 9,11-12). Lo importante y definitivo del sacerdocio y sacrificio de Jesucristo es que, por ser Hijo de Dios, por venir del Padre y volver a Él, como escuchamos en los evangelios, penetra los cielos, es decir, abre de una vez y para siempre el seno de Dios. Desde entonces, sus entrañas permanecen abiertas a todos aquellos que, pastoreados por el Señor Jesús, hacemos de nuestra vida un camino hacia nuestro Padre. Escuchemos nuevamente al autor de la Carta a los hebreos: «Teniendo pues tal sumo sacerdote que penetró los cielos –Jesús, el Hijo de Dios– mantengamos firmes la fe que profesamos. Pues no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna» (Heb 4,14-16). Volvemos al salmo y nos damos cuenta, asombrados, cómo el Espíritu Santo iluminó a su autor y le dio sabiduría para transmitirnos algo que es fundamental para nuestra fe. Nos dice de dónde iría a sacar el Mesías la fuerza y sabiduría para mantenerse fiel al camino-misión que le habría de conducir hasta el seno del Padre: «En el camino bebe del torrente, por eso levanta la cabeza».Es Yavé quien se denomina a sí mismo como manantial de aguas vivas: «Doble mal ha hecho mi pueblo: A mí me dejaron, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas que no retienen el agua» (Jer 2,13). El torrente que fluye de este manantial de aguas, que es Dios mismo, es el que da firmeza a Jesucristo, el que le sostiene en sus momentos de tentación y debilidad; el que le da seguridad en sus pasos cuando el mal se cierne sobre Él. Camina hacia su Padre, hacia aquel que le ha enviado con la misión de salvar al hombre, de poner luz y sal en la creación. Camina con la cabeza erguida, fijos sus ojos en Él Padre, bebiendo ininterrumpidamente del hontanar de divinidad que es la Palabra. Y así, en este caminar fatigoso pero confiado, sus pasos culminan con su muerte y muerte de cruz. Las aguas vivas que siempre le fortalecieron, se removieron en el sepulcro y, como un remolino impetuoso, rompieron los lazos de la muerte y lo devolvieron al Padre a la vez que le proclamaron vencedor. El Señor Jesús anuncia la Buena Noticia de que todos aquellos que crean en Él, en su santo Evangelio, tendrán en su seno el torrente de aguas vivas que fueron el fundamento de su fidelidad: «Jesús, puesto en pie, gritó: Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí,.. como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva» (Jn 2,37-38).