Cántico. Salmo. De David. 2 Mi corazón está firme, oh Dios. Para ti cantaré y tocaré, gloria mía. 3 ¡Despertad cítara y arpa, despertaré a la aurora! 4 Te alabaré entre los pueblos, Señor, tocaré para ti en medio de las naciones, 5 pues tu amor es más grande que los cielos, y tu fidelidad alcanza a las nubes. 6 Elévate sobre el cielo, oh Dios, que tu gloria domine la tierra entera, 7 para que salgan libres tus predilectos, y tu mano salvadora nos responda.
8 Dios habló en su santuario: «Triunfante ocuparé Siquén, y repartiré el valle de Sucot. 9 Mío es Galaad, mío Manasés, Efraín es el yelmo de mi cabeza, Judá es mi cetro de mando. la Moab es la jofaina donde me lavo. Sobre Edón echo mi sandalia, y sobre Filistea canto victoria».
11 ¿Quién me guiará a una ciudad fuerte, quién me conducirá hasta Edón, 12 si tú, oh Dios, nos has rechazado, y no sales ya con nuestras tropas? 13 ¡Socórrenos en la opresión, que el auxilio del hombre es inútil! 14 ¡Con Dios haremos proezas! ¡Él pisoteará a nuestros opresores!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 108 Victoria de Dios y del hombre
En este salmo el autor recoge en su alma el corazón de todo el pueblo, y eleva a Dios un himno de alabanza que se entremezcla con la súplica. Le pide que sea Él mismo quien vuelva a capitanear a Israel para doblegar así a los pueblos enemigos que le oprimen. La entonación de alabanza brota alegre y jubilosa del corazón del salmista, con la expresividad natural de quien reconoce el amor y la lealtad de Yavé en su propia historia, que refleja también la historia colectiva de su pueblo: «Mi corazón está firme, oh Dios. Para ti cantaré y tocaré, gloria mía. ¡Despertad, cítara y arpa, despertaré a la aurora! Te alabaré entre los pueblos, Señor, tocaré para ti en medio de las naciones, pues tu amor es más grande que los cielos, y tu fidelidad alcanza a las nubes». Yavé es soberano de todos los pueblos: «Dios habló en su santuario: “Triunfante ocuparé Siquén, y repartiré el valle de Sucot... Moab es la jofaina donde me lavo. Sobre Edón echo mi sandalia, y sobre Filistea canto victoria...». ¿Cómo es, pues, que Israel está a merced de sus enemigos? Y entramos en la súplica. Hay un pueblo –Edón– por encima de todos los demás que personifica la enemistad de las naciones que combaten contra Israel. Este se siente impotente ante el poderío de su enemigo. No se siente con fuerza para hacerle frente, para presentar batalla, porque Dios no está con él, no acaudilla sus tropas y así lo expresa lastimeramente nuestro hombre orante: «¿Quién me guiará a una ciudadfuerte, quién me conducirá hasta Edón, si tú, oh Dios, nos has rechazado, y no sales ya con nuestras tropas?». ¿Es que no queda ningún héroe, ningún hombre fuerte para conducir al pueblo en su combate contra sus enemigos? Sin duda que en Israel sobran los guerreros valientes y audaces, pero no para enfrentar una derrota que es más que cierta. Sucede que Edón representa el mal en toda su fuerza, ante quien ningún poder humano prevalece. El poderío que representa Edón en esta oración-súplica nos sobrecoge. Sólo Dios al frente del hombre puede culminar felizmente el combate contra el mal. ¿Qué hace Dios ante la súplica angustiosa de todo un pueblo? Ampliamos los sentimientos pavorosos del salmista a todo ser humano, y nos preguntamos qué hace Dios ante el mal y su príncipe, el seductor del mundo (Ap 12,9). Y Dios nos contesta , Dios, que ama al hombre, envía a su Hijo en medio de nosotros. Él solo va a enfrentar al príncipe del mal en su propio campo de batalla: el desierto. Con la verdad en sus labios y en su corazón, espera la embestida de la mentira deshaciendo sus seducciones. Nos referimos al combate, las tres tentaciones que el Señor Jesús aceptó en un cuerpo a cuerpo con Satanás en el desierto, aplastando al tentador (Mt 4,1-11). Esta victoria del Mesías es la respuesta de Dios a la súplica del salmista y de todo hombre que se ve sometido al mal. Victoria que viene en nuestra ayuda para paliar las tremendas limitaciones que todos tenemos ante el demoledor poder seductor que ejerce la mentira y su príncipe (Jn 8,44). Victoria sobre Satanás, sobre el que nos miente y el que nos engaña. Victoria que el Hijo de Dios hace suya y nuestra, ahuyentando de nuestro ánimo cualquier temor y derrotismo: «En el mundo tendréis tribulación, pero ¡ánimo! yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Yo he vencido al mundo y los discípulos del Señor Jesús también. Así nos lo refiere san Juan en su primera Carta: «Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. Pues ¿quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1Jn 5,4-5). Jesucristo vence a Satanás-Edón con las armas que su Padre le da, que no son otras que el obrar según las palabras que de Él oye: «Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí» (Jn 12,49-50). La fidelidad de Jesucristo al Padre en cada palabra que de Él recibió, le permitió ser fiel a la misión confiada. Misión-encargo que consistió en abrirnos la puerta de la salvación. Pues bien, en el último diálogo de Jesús con el Padre antes de la pasión, le dice que las mismas palabras que fueron el arma de su victoria, las ha dado a sus discípulos para que también ellos puedan vencer. Estas mismas palabras aceptadas, son el fundamento de la fe en Él: «Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han creído verdaderamente que vengo de ti. Y han creído que tú me has enviado» (Jn 17,7-8).